1. Días Buenos Y Días Malos

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Días Buenos Y Días Malos



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Uno siempre podía estar seguro de cómo sería el día para Sebastián. Bastaba con verlo sentado, al amanecer, en el alfeizar, con la ventana abierta, fumando lentamente un cigarrillo, vestido únicamente con ese feo, viejo, y raído, saco gris, que le regalara su difunta abuela, y que había pertenecido a su abuelo, para entender que sus manos se crispaban y su cuerpo daba espasmos, él mordiéndose los labios para que no saliera ningún sonido de ellos, tratando de ignorar, los terribles dolores que le asechaban.

Como cualquier paciente con dolor crónico, su nivel de tolerancia, era más alto que la mayoría, de hecho, siempre fue muy elevado, y por ello su diagnóstico se retrasó.

El «saco de las enfermedades», lo llamaba yo en broma... Esa era la señal, casi todas las mañanas que aparecía deambulando, silencioso, y distraído, llevando esa asquerosa prenda, terminaba hospitalizado.

Entonces, si lo veías, con su saco gris, sin importar que tan temprano fuera, podías estar seguro que empezaba un día asqueroso.

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—¡Papá! Te estoy diciendo que Sebastián no está acá —comenzó a gritar Joseph por el auricular, desesperado al sentir que su padre tampoco entendía la gravedad de la situación.

». Nadie en esta puta clínica me sabe decir dónde está. Me dicen que se dio de alta voluntaria hace dos horas... o sea, lo dejaron ir como si nada, ¡cómo si nada papá! ¿Qué puta mierda pensaban? Encima, me encuentro con el doctor Collins, y el estúpido ese me dice que Sebastián es un adulto, que igual el tratamiento no está mostrando progresos, y que tiene derecho a vivir lo que le queda de vida como le dé la gana... ¡Mucho hijo de puta! ¡Lo voy a demandar! Esto no se va a quedar así... —suspiró con fuerza— ¡Dios! Papá, no tengo cabeza para buscarlo, no sé dónde más preguntar —quedó en silencio escuchando a su interlocutor, intentando calmarse.

»¡Encuéntralo!, por favor; encuéntralo y dile que si sigue así, me va a salir matando es a mí, dile que él más que nadie sabe lo que me afecta cualquier cosa que le pase, y que apenas lo vea lo voy a ahorcar... y que luego, lo voy a abrazar, y que luego lo voy esposar a la puerta de la casa... y dile que lo amo.

Sería romántico decir, que Alexander encontró de buenas a primeras, en el primer local que entró, a Sebastián, porque, como pareja que eran, estaban tan conectados que podían sentir sus presencias... Pero como la vida, más que romántica, suele ser, realista... A pesar, de tener una idea de la zona en la que estaría, diez bares y tres horas, fue lo que le tomó, para encontrar el dichoso establecimiento, abarrotado a más no poder, en donde una banda en vivo tocaba clásicos de rock, y al que el mencionado había comentado que le hubiera gustado ir, si no fuera por la hospitalización para la quimioterapia.

Encontrar a Sebastián era una cosa, y ciertamente que estuviera utilizando la gorra que él mismo le regaló con símbolos en neón, ayudó bastante, pero llegar a él, fue todo un suplicio.

Con deferencia del dueño, posiblemente, él, era la persona más vieja en todo el establecimiento, y con su infalible saco y corbata, su altura que sobrepasaba los dos metros, y su cabellera rubia platinada, no hacía más que llamar la atención, mientras se empujaba a la fuerza, intentando alcanzar lo más rápido posible la posición de su chico de ojos verdes.

Lo más frustrante, como siempre, fue la actitud alegre y despreocupada del buscado.

—¡Alex! Siéntate a mi lado. Te estaba guardando un puesto... Qué bueno que viniste; sabía que ibas a recordarlo —mencionó Sebastián con la voz enronquecida de gritar mientras, le mostraba un deleble banco de madera igual al que estaba usando por asiento, en conjunto con una mesa metálica redonda, que se ubicaban en una de las esquinas al fondo, en el lateral izquierdo al escenario, del antro pobremente iluminado, y repleto de jóvenes estridentes.

INMINENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora