CAPÍTULO XVII - Parte 1 - Los Métodos y su Insensatez

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Auschwitz era un campo de trabajo, pero Birkenau era un campo de exterminación. Sin embargo, había unos cuantos comandos de trabajo en Birkenau, destinados a distintas tareas manuales. A mí se me obligaba a participar en el trabajo de muchos de aquellos grupos de cuando en cuando.
En primer lugar estaba el "Esskommando", integrado por los que transportaban la comida. Después de la lista de la mañana, me iba a la cocina con mis compañeras para hacerme cargo de los peroles de alimentos. Teníamos que cargarlos hasta el hospital, que estaba casi a un kilómetro. Por lo menos, era un trabajo útil, y lo único que se podía decir de él era que resultaba fatigoso.
Pero había algunas tareas totalmente inútiles. Estábamos seguras de que había sido algún loco quien las había ideado, con el objeto de volver locos a todos los demás. Por ejemplo, se nos ordenaba trasladar a mano un montón de piedras de un lugar a otro. Cada internada debía llenar hasta el borde dos cubetas. Renqueábamos con ellas varios centenares de metros y las vaciábamos. Teníamos que llevar a cabo aquella tarea estúpida, con todo cuidado. En cuanto había desaparecido el montón de piedras, respirábamos a nuestras anchas, con la esperanza de que ahora nos obligarían a hacer algo más puesto en razón. Pero puede imaginarse el lector lo que sentíamos cuando se nos mandaba volver a coger las piedras y cargarlas otra vez hasta su lugar de origen. No cabía duda: nuestros amos querían repetir en nosotros el clásico tormento de Sísifo.
En ocasiones, teníamos que cargar ladrillos y hasta barro, en lugar de piedras. Estas tareas no tenían, por lo visto, más que un objeto: quebrantar nuestra resistencia física y moral, y hacernos candidatas para las "selecciones".
Una vez se me ordenó incorporarme al "Scheisskommando", o sea, al equipo encargado de limpiar los evacuatorios. Provistas de dos cubetas, llegábamos todas las mañanas al pozo que había detrás del hospital. Sacábamos a calderadas el excremento y lo cargábamos hasta otro pozo, situado a unos cuantos centenares de metros. El trabajo continuaba todo el día. Por fin, muertas de asco y de repugnancia, nos lavábamos lo mejor que podíamos y nos íbamos a la cama, con la certeza de que al día siguiente tendríamos que repetir la faena.
El olor que despedía mi compañera de trabajo, que dormía junto a mí, me mareaba literalmente. Yo debía producirle a ella el mismo efecto. También teníamos que atender al cieno. Auschwitz-Birkenau estaba situado en un terreno pantanoso, del cual no desaparecía jamás el fango. Era un enemigo ladino y poderoso. Nos calaba el calzado y la ropa, y hasta se nos filtraba a través de las suelas, las cuales se dilataban y se hacían pesadas para nuestros hinchados pies. Cuando llovía, el campo se convertía en un océano de barro, paralizando la circulación y haciendo increíblemente difícil cualquier tarea. El lodo y el crematorio eran nuestras mayores obsesiones.
Había algunos comandos que trabajaban fuera del campo. Constituían el "Aussenkommando". Salían a primeras horas de la mañana, cualquiera que fuera el tiempo que hiciese. Los pertenecientes a estos grupos tenían que realizar su trabajo con el estómago vacío, sin comida ninguna, como no fuese el líquido amarillento al que los cocineros llamaban té o café según se les antojaba. La salida de estas prisioneras, algunas de ellas vestidas con harapos de trajes de noche y otras con pijamas de tela rayada, y calzadas con botas de madera o de pares distintos, era un espectáculo patético. A pesar de que daban diente con diente y tiritaban bajo el frío de la alborada, las obligaban a cantar según marchaban. Tenían las mejillas húmedas de lágrimas. ¡Qué satisfacción podía sentir nadie en cantar en Auschwitz! Pero no tenían más remedio que marchar marcando el paso y sin separarse de las filas, porque los feroces perros policías de las S.S., amaestrados por el sistema alemán, se abalanzaban a las gargantas de quienes se separasen de la columna o se quedasen rezagadas. El trabajo en los campos era agotador. Nuestros supervisores nos vigilaban constantemente, procurando que no tuviésemos un solo momento de reposo para recobrar el aliento. Las reacias eran invariablemente golpeadas con látigos y garrotes.
Si, agotadas ya todas las energías corporales, desfallecía alguna presa, se le daba un palo para que reviviese. Si aquello no bastaba, se le machacaba al pie de la letra el cráneo con una porra o a patadas.
Ya no tendría que presentarse a la hora de la revista.
El desmayarse era un fenómeno sumamente común, porque en los comandos siempre figuraban personas enfermas. Vi a mujeres aquejadas de pulmonía, caminando fatigosamente entre doce y trece kilómetros, que era la distancia del campo al lugar de trabajo, para después cavar todo el día, con objeto de no ser enviadas al hospital. Sabían perfectamente que el hospital no era más que la antecámara del crematorio.
Además, aun las que querían ingresar en el hospital no siempre podían hacerlo. Para ser admitidas, debían tener fiebre muy alta. Se comprende fácilmente cómo morían como moscas las internadas durante los meses húmedos y fríos.
Cierto día, cuando abandonábamos el trabajo en los campos labrantíos, un S.S. armado de su látigo nos detuvo para preguntar a una "Musulmana".
— ¡Cuánto tiempo llevas aquí! —le gritó.
—Seis meses —contestó la pobre mujer. En su vida civil había sido maestra, pero no se atrevía a levantar los ojos al S.S., quien antes había sido su peluquero.
—Tenemos que castigarte —declaró bruscamente el alemán—. No tienes sentido de la disciplina.
Una prisionera "correcta" se hubiese muerto hace ya tres meses. Estás retrasada tres meses, marrana miserable.
Y, sin más, empezó a darle latigazos hasta que la dejó sin sentido.
Cuando alguna internada se desmayaba, bien por exceso de trabajo, bien por las palizas que le daban las S.S., teníamos la misión especial de cargar con ella hasta el campo. Porque era absolutamente imperativo que la columna estuviese completa en la última revista. Tales eran las reglas.
Nuestra procesión funeral era recibida en el campo por la orquesta de presas, que entonaban alegres canciones a la entrada. Las ordenanzas disponían que debía prevalecer el espíritu de alegría hasta el fin de la jornada.

Los hornos de HitlerOù les histoires vivent. Découvrez maintenant