Introducción

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Alondra Montesco

12 de Julio

Seis Meses después

La joven de oscura mirada mantenía su delgada figura frente al gran ventanal. Absorta en el gris paisaje que brindaba el tétrico pueblucho, sintiendo un torrente de sentimientos apoderándose de su alma sometiéndola a sus caprichosas indecisiones: Miedo, culpa, mezclada con expectativa y la infaltable incertidumbre se encargaban de carcomerle el estómago, mientras retorcía de manera impaciente la vieja argolla de graduación del difunto padre.

—Catalina —llamó la joven sin dejar de mover el anillo—. Tengo que ir a recoger a Elena... hoy sale.

La anciana de cabello castaña y ropaje negro que se entretenía tejiendo una de sus horribles carpetitas ni siquiera se molestó en levantar la mirada, se limitó a mover la cabeza y a chistar con la lengua. Gesto habitual que hacía siempre que algo le inquietaba, su siguiente pasó consistía en levantarse a tomar el rosario para comenzar con sus repetitivos murmullos.

—Adiós —murmuró viéndola mientras tomaba las llaves de una jeep.

Babaal, era el nombre de ese peculiar pueblo localizado a hora y media de la ciudad de Mérida, a dos horas del psiquiátrico: Nuestra señora de Santa Lucia y a dos horas y media del lugar favorito de las hermanas Montesco. El bello lago Cheén, donde sus padres solían llevarlas a pescar cada verano y dónde habían construido una pintoresca y acogedora casa de campo con una vista increíble. Así que esa mañana cuando se despidió de la vieja Catalina, tragándose toda esa bola de culpa e incertidumbre mientras levantaba sus pocas pertenecías, salió de esa silenciosa casona jurándose jamás volver.

— ¿Te ayudo? —indagó el joven moreno que sin esperar respuesta le había arrebatado una de las maletas.

—Gracias Saúl —agradeció abriendo con velocidad la portezuela.

—Y, ¿cuándo vuelves? —preguntó acomodando el equipaje.

—Espero que nunca —respondió ella dejando escapar una risita nerviosa y apoyándose en el jeep.

Saúl esbozó una triste sonrisa mientras cerraba la portezuela. Conocía a la perfección la aberración que Alondra sentía por el pueblo y, aún más por su abuela Catalina Lozano.

—Entonces, ¿tendré que ir a visitarte?

—Ya sabes dónde estaré —respondió con dulzura al tiempo que daba un paso al frente para fundirse en un apretado abrazo.

—Te voy a extrañar —susurró Saúl en su oído.

Alondra se separó de él colocándole un breve beso en la mejilla a modo de despedida, sellando así esa etapa de su vida.

Ansiaba con impetuosidad comenzar su camino, no sería fácil, pero la decisión ya estaba tomada. Acto seguido montó a la camioneta sonriendo mientras miraba como se hacía pequeña la horrible y elegante casona de la abuela, gozando de la sensación de la libertad que le daba el tomar las riendas de su vida. Sumergida en sus propios pensamientos no se percató del como Saúl se quedaba parado viendo como se alejaba hasta perderla de vista, experimentando así la vaga sensación que orilla a los perros a correr detrás de sus amos, quizá por miedo a perderlos y jamás volverlos a ver o tal vez por el inmenso amor que les guardan.

Alondra que se entretenía en planear mentalmente su vida y ajena a los sentimientos del hombre, no pudo evitar pensar en su abuela y en su próximo destino. La casa del lago Cheén no era tan grande y ostentosa como esa, carecía de personal de servicio, no tenía las comodidades adecuadas y peor aún el internet fallaba de manera brutal. Todo eso importaba poco si le permitía tener un poco de independencia y alejarse de la asfixiante fanática de Catalina.

Una sonrisa amplía surgió mientras subía el volumen del estéreo y tarareaba una de esas pegajosas canciones populares, recapitulando un poco los últimos meses y cómo fue que su vida dio tal cambio. Rememoró ese día en el que se vio obligada a vivir en Babaal, la sensación de impotencia cuando las puertas de la casona se cerraron frente a ella, haciéndola sentir asfixiada, acorralada y temerosa. Un sonoro suspiro sirvió para alejar los acechantes sentimientos después de todo, en su momento había sido lo mejor, no contaba con otra opción viable. La abuela, una mujer asquerosamente rica que gozaba de importantes contactos le tendió la mano y ella no podía rechazar tal ayuda, ya que, la casa de locos donde hasta hoy había estado recluida su hermana menor resultaba demasiado costosa, sin contar los medicamentos, que ni con la herencia de sus padres podrían costear. Ahora, estando Elena sana ella podría volver a su trabajo y de alguna manera subsistir. Y quién sabe, quizá retomar sus estudios de medicina para de una buena vez alejarse lo más lejos posible de Babaal.

Con los pensamientos sumidos en sus fantasías descendió de la camioneta, un escalofrió habitual recorrió su espina dorsal con la sola visión del antiguo edificio. Un día nublado y chispeante vino a su memoria: El luto de la reciente muerte de sus padreas aún estaba presente en su vestimenta y, más aún, en su corazón. Elena gritaba a todo pulmón las peores conjeturas sobre dicha muerte mientras Camila sollozaba algunos rezos inaudibles arrinconada en la estrecha habitación con los ojos desorbitados y el rosario en mano. Y ella, apenas si era capaz de procesar tal estampa.

Dudó un poco ante el alto portón de madera los recuerdos se agolpaban en su cabeza de esa torturante manera en la que suelen llegar, ligeros y sin pedir permiso. Levantó una mano para presionar el timbre, inhalando con fuerza para alejar esa sensación paralizante.

— ¿Sí?

Segundos después abrió la puerta una pequeña mujer, de ojos vivarachos y regordeta figura, que con una amable sonrisa la invitó a presentar sus intenciones.

—Hola, busco al doctor Ballesteros. Hoy dan de alta a mi hermana...

— ¿Elena? —indagó la mujer.

—Así es.

Alondra sonrió nerviosa mientras la mujer se corría a un lado para dejándola entrar. Con una señal de su mano la siguió por el amplio pasillo, silencioso e inmaculado. La regordeta secretaria se detuvo frente a una puerta negra donde se podía leer el nombre de: M. Ballesteros. Dio dos suaves toquidos no tardó mucho en escucharse una fuerte voz ronca proveniente del otro lado invitándolas a entrar.

—Doctor Ballesteros, lo busca la hermana de la señorita Elena, viene por ella —anunció la mujer bajando la voz considerablemente en las últimas palabras, hecho que no pasó desadvertido por su acompañante femenino.

—Claro —respondió el hombre en tono amable poniéndose de pie con diligencia para estrecharle la delgada y fría mano.

—Un gusto volver a verlo doctor.

Y es que Alondra jamás olvidaría la primera vez que vio aquel imponente hombre de ojos peculiares, una extraña mezcla entre verde, miel, café y negro, que no hacía otra cosa que invitarla a sentarse a encontrar sus distintos matices ocultos. Quizá lo hubiera hecho, pero el hombre estaba demasiado ocupado sometiendo a su hermana menor.

—Llámame Manuel, por favor —suplicó haciendo que Alondra bajara la mirada apenada.

Media hora después, en la que Ballesteros hizo hincapié en los cuidados que debía tener Elena, desde la importancia de que continuará asistiendo a sus terapias psicodinámicas, hasta el estricto orden en el que debía consumir sus escasos medicamentos. Por fin llegó Elena, cargada con una pequeña mochila de mano. Había adelgazado en exceso y sus ojos negros, iguales a los de su hermana, enmarcaban unas profundas ojeras. Una exagerada sonrisa nació en sus afilados labios para luego echarse con emoción a los brazos de Alondra.

—No me dejes otra vez —suplicó entre sollozos aferrada al cuerpo de su hermana.

Alondra apretó con fuerza a la frágil adolescente sintiendo como el corazón se le quebraba de dolor y pena.

—Lo prometo pequeña.

Un mes después de establecerse en la acogedora casa del lago Cheén, Alondra recibió una carta, contaba solo con unas cuantas líneas escritas con elegancia. Pero el contenido y más aún, el remitente, la sorprendieron sobremanera.

La sombra de BabaalWhere stories live. Discover now