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Manuel

La tibieza de la noche recibió a Alondra dentro de la ansiada habitación llevado sólo un suave camisón rojo, el mismo con el que la recordaba luchando por anclar los juguetones tirantes que caían por sus delgados hombros. Dando hacía él suaves pasos ejerciendo sobre sus generosos pechos cierto movimiento tan sensual como involuntario. Diáfana, hermosa, cálida, profesaba un magnetismo supremo desde su hechizante cabello oscilándole por la espalda, libre, rebelde, moviéndose a su ritmo, dando la impresión de tener vida propia, hasta la sensual mirada oscura llena de elegancia. Y esa noche la blancura de su piel relucía cual joya, suave y frágil haciéndole jurar que con sólo un roce podría deshacerla en mil pedazos, aun así, deseaba con fervor recorrerle cada milímetro palmo a palmo. Y entonces sonrió mordiéndose el labio inferior cómo si leyera sus pensamientos y estos la tentasen cómo tantas veces lo había hecho.

Manuel estiró una de sus manos sintiéndola extrañamente pesada y torpe. Alondra la recibió con cariño sentarse a su lado y envolviendo su cuerpo entre sus brazos con cierto pesar recargó la cabeza en su hombro dejando escapar un suspiro de cansancio y regocijo, como si hubiera caminado por horas para al fin poder descansar. La habitación se impregnó de su aroma, la piel del hombre parecía arder alrededor de ella con tan solo un roce de su brazo que recorría con la yema de los dedos. Con calma cerro los ojos, añoraba disfrutar ese momento, sentirla junto a él una vez más, en silencio, sin reproches, rozar sus labios, recorrer su piel... hacerla suya.

El impertinente ruido del despertador trajo de vuelta al psicólogo a la realidad una donde ya no estaba Alondra, y él se esforzaba por fingir que no le importaba. Llevaba soñando con ella cada noche, pero esa ocasión era distinta aún podía sentir en sus dedos el contacto con su piel y podía jurar que el aroma del perfume a jazmines volaba libre por la habitación. Cansado se llevó ambas manos a la cara, estaba hartó de pensar en ella, ¿cuándo se volvió tan importante? Tal vez si era verdad aquella frase de esa mala canción donde dice que la ausencia hace que valoré el recuerdo. O quizá se estaba desquiciándose con el caso de Elena, la muerte de doña Catalina y ese maldito detective que salió de la nada y parecía estar en todos lados.

Un rápido baño y un escuálido desayuno fue el impulso que necesitó para salir al consultorio y aunque ese sábado no tenía cita alguna cualquier cosa era mejor que quedarse en casa a pensar en ese sueño, la sensación permanente en la yema de los dedos y el aroma a jazmines que impregnaba su cama. Pero al llegar al desvío por alguna extraña e impulsiva razón dio vuelta a la izquierda, siguiendo el camino a Babaal, el que resultó ser bastante tranquilo hasta el punto de disfrutarse un poco, conduciendo con calma, con la sola compañía de la música y su desafinada voz. No tardó mucho en llegar al despintado letrero dándole la bienvenida al igual que ese habitual escalofrió que le recorría la espina dorsal al traspasarlo, tampoco pudo evitar notar como su energía se esfumaba de a poco y la luz del sol se escondía entre el gran arbolado volviendo todo gris.

Pero no fue hasta el momento en que apagó el motor frente a la casona de doña Catalina que se detuvo a pensar, ¿qué rayos hacía ahí? ¿Y cómo es que había llegado al pueblo que tanto repudiaba?

Una voz conocida al otro lado de la calle llamó su atención, Galilea caminaba junto a un hombre de camisa a cuadros y degastados vaqueros, agitando sus manos en una calurosa platica dando la impresión de estar molesta por alguna razón.

Manuel bajó del auto observando con curiosidad a la delgada mujer, que parecía haber envejecido cinco años en una semana.

—Buenos días —saludó.

La sombra de BabaalWhere stories live. Discover now