VIII

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La noche encontró a Manuel dentro del consultorio, el episodio con Elena le había dado una extraña intranquilidad a tal punto de llegar a sentirse observado por doquier.

Se sentía absurdo, no era su primera vez que un paciente se comportaba de esa manera. Pero debía admitir que él no se encontraba en un buen momento y que la joven, esa joven de apenas dieciséis años, resultaba demasiado convincente por no decir sombría.

Con desesperación sacó un pequeño pomo de paroxetina tragando sin agua una píldora. Pensó un momento en volver a su casa, comer algo, relajarse, dormir y es que debía admitir que no le caería nada mal un baño de agua tibia.

Con decisión tomó su saco y salió del edificio. La noche lo recibió con una suave llovizna, las nubes cubrían por completo las estrellas y la ausencia de la luna convertía al cielo en una capa de total oscuridad, sin brillo, ni luz.

Tal espectáculo nocturno le hizo evocar de inmediato los ojos de Elena.

Condujo por media hora, despacio, pensando una y otra vez en las palabras acusatorias de Galilea, la confesión de Sonia, y por último los delirios de Elena.

Vaya domingo, murmuro para sí al detenerse frente al edificio. A su memoria vino la mujer causante de todo, Alondra, la que siempre sonreía, la que lo miraba con amor desde lejos, la que se fundía en sus brazos y nunca pedía nada a cambio. Era curioso sentir remordimiento al pensar en cómo la uso pero, ¿qué no toda relación es de uso mutuo?

Ciertamente lo son, sólo que él siempre tuvo la nada despreciable ventaja de comenzar a jugar cuando lo desease.

Cansado mental y físicamente subió a su piso, después de una escuálida cena y un rápido baño de agua tibia se metió a la cama. La pastilla ya estaba haciendo su efecto, necesitaba dormir.

El despertador sonó en punto de 8 am.

Como era habitual Manuel, se levantó haciendo sus deberes matinales y a las 9 en punto salió de vuelta al consultorio.

Una noche reparadora sin sueños extraños, ni llamadas impertinentes, era justo lo que necesitaba para recuperar sus energías, ahora sólo quedaba el hecho de que tendría que medicarse por un tiempo para recuperar un poco la cordura.

—Buenos días Clau —saludó a su secretaria con una sonrisa.

Claudia guardó de inmediato una bolsa de papas a medio terminar en uno de los cajones.

—Buenos días doctor —respondió con la boca atiborrada de chatarra.

Manuel sonrió, esa mujer era todo un caso.

— ¿Pasa algo? —indagó el hombre al notar la mirada inquita y además sabía que comía por nerviosismo.

—No sé si debería decírselo —comenzó a balbucear—. Bueno, aunque siendo usted el doctor de la señorita Elena quizá esto le incumba después de todo...

—Claudia. Al grano por favor —apuró viendo el reloj de mano de su padre.

—Resulta que ya me he enterado por qué la señorita Alondra salió llorando aquel día del despacho del Licenciado López. Le cuento, doña Catalina, que Dios tenga en su santa gloria, quería quitarle legalmente a Elena y justo ese día el licenciado ese le entregó los papeles dónde le otorgaba la custodia total y completa. Y Alondrita, tan buena y linda como era salió hecha triza del juzgado. Al menos estaba su amiga apoyándola, eran inseparables...

— ¿Eran? —indagó dándose cuenta de que hablaba en pasado.

—Alondra falleció —dijo persignándose con rapidez—, ¿lo sabía verdad?

La sombra de BabaalWhere stories live. Discover now