2 | δύο | El árbol y el agua

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Los mortales esperaban ansiosos la llegada de los dioses candidatos a convertirse en el patrón de su ciudad

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Los mortales esperaban ansiosos la llegada de los dioses candidatos a convertirse en el patrón de su ciudad. El comportamiento de algunas personas casi rozaba la obsesión, se arrodillaban y besaban el suelo, pidiendo a los del Monte Olimpo que enviaran a alguien digno de llevar el nombre de estas tierras.

Zeus fue el primero en dirigirse a ellos, sus hijos, para responder sus plegarias. Su voz profunda retumbaba entre dos nubes grisáceas, como si en cualquier momento fuera a estallar la tormenta entre ellas, así era el tono de sus palabras entre el eco de los truenos y la luz en forma de zigzag de los rayos.

—Hoy viviréis un día que marcará una profunda huella en la Hélade...

La gente se postró ante la presencia invisible del dios de dioses. Permanecieron en silencio, cubiertos de expectación y de la helada sensación de aquellas palabras divinas que traían nubes oscuras. Todos podían notarlo. Zeus estaba furioso, pero... ¿cuál podría ser el motivo? Era sencillo adivinarlo. Quizá fuera envidia porque el dios que escogería el pueblo para esta misión no sería él. Tal vez, pensara que el poder para someter esa ciudad a su yugo se le escapaba, y no se convertiría en algo más que añadir a su larga lista de conquistas.

—Los dioses escogidos para este cometido son mi hermano mayor...

Los ciudadanos temblaron al pensar que podría aparecer el temido Hades.

—Poseidón —completó Zeus, y añadió en un susurro dulce—: Y mi hija, Atenea.

Ambos dioses aparecieron frente a la muchedumbre en una forma humana que muchos no podían llegar a imaginar. Eran dignos de una belleza que era imposible plasmar en las estatuas que adornarían numerosos templos en su honor. Poseidón era alto, de hombros robustos y marcados rasgos como su nariz recta o su esculpida barbilla con un distintivo hoyuelo que la dividía en dos partes perfectas. Vestía una túnica celeste que combinaba con su profunda mirada azul, y contrastaba con su cabello marrón. Tenía su tridente bien agarrado en su mano derecha, y con él señaló a una zona vacía del terreno. Unos destellos brillantes brotaron de las tres peligrosas puntas del arma, que moldeaban una estructura sobre el suelo hasta construir una fuente de piedra. Era un monumento precioso, y muchos de los ciudadanos observaron su esplendor. Estaban asombrados conforme miraban los adornos que se dibujaban sobre su superficie, incluso había zafiros incrustados en ella. El agua brotaba del centro y se esparcía cristalina por la forma circular que tenía la construcción. La fuente parecía el monumento perfecto para construir toda la ciudad alrededor de ella.

Sin embargo, Atenea debía rivalizar contra aquel obsequio.

La diosa de la sabiduría no tenía una apariencia tan impactante como la de su tío. Era de complexión delgada, con el pelo oscuro recogido en una cinta verde. Su cara tenía facciones más finas, con unos ojos verdes escondidos bajo una expresión que enseñaba seriedad y sensatez. El reluciente color blanco de su vestido despedía una pureza en su aspecto que era casi intimidante. Parecía imposible que un acto malvado brotara de ella.

La gente esperó un regalo que igualara o incluso superara el de Poseidón. Pero quedaron algo decepcionados al comprobar que la diosa no había construido una fuente gigante o un palacio recubierto de oro y mármol blanco. Simplemente, echó el contenido de una pequeña bolsa en su mano, y luego lo enterró en el suelo. Eran unas semillas que dieron fruto a un frondoso árbol en cuestión de un instante. Se trataba de un olivo. Algo que podía resultar insignificante al lado del presente de Poseidón.

—Ahora, elegid —ordenó Zeus.

De todos ellos, fue una muchacha la que se atrevió a dirigirse a Poseidón. Tras hacerle una reverencia al dios del mar, él sonrió con orgullo. Ella se acercó hasta la fuente para introducir su mano con lentitud en el agua fría. Se inclinó para probar un poco, pero el sabor que esperaba no se parecía en nada al que había probado. Era salada, y no le quedó otra opción que escupirla.

Los ciudadanos quedaron boquiabiertos. Y el dios, a punto de estallar en cólera al ver que alguien repudiaba lo que hizo.

—Es... agua salada —explicó la doncella.

—Entonces escojamos el olivo —dijo un hombre—. Podremos plantar más, y la ciudad podrá producir sus cosechas para comerciar con ellas.

Poseidón, contrariado, movió con rapidez su tridente. Acto seguido, la fuente se volvió una montaña de polvo y cenizas.

—Creo que ha quedado claro quién será vuestro patrón. Debo felicitar a mi sobrina —habló el dios del mar, cada palabra que decía se podía comparar al fuerte sonido de una ola rompiendo contra las rocas.

—¡El pueblo ha hablado! —continuó Zeus desde lo alto—. La ciudad se bautizará con el nombre de Atenas.

Los atenienses celebraron la fundación de su propia identidad, todos rodearon tanto el olivo como a Atenea, borrachos de felicidad tras su decisión. Entre el apogeo, Poseidón se acercó a su sobrina. Su presencia la rodeaba una actitud brava, y con el mismo remolino que continuaba agitando sus entrañas, se dirigió a ella.

—Felicidades, Atenea... Ojalá la tierra de Atenas te acoja en su gloria.

El dios besó a Atenea en la frente, y ella le observó, llena de alegría por su victoria, y a la vez muerta de miedo por la reacción de su rival derrotado. Era consciente de que el mundo estaba plagado de personas que no sabían perder. Y todo se volvía más complicado entre los dioses, ya que entre ellos solo existía la posibilidad de ganar. Había dioses más clementes que otros, pero su tío no era uno de ellos.

Junto con Zeus, era uno de los dioses más despiadados del Olimpo. Fue cómplice del cautiverio de su hermano Hades tras aceptar la oferta de convertirse en el dios del mar. Y estaba convencido de que, lo que entonces se llamaba Atenas, también iba a ser suyo.

Pero su desmesurada confianza en sí mismo jugó un mal destino. Perdió ante su propio orgullo, ante los ojos de su hermano, el dios de dioses, ante su sobrina y el pueblo que quería gobernar.

Atenea comprendió que Poseidón había perdido ante ella, y eso traería unas frías consecuencias. No sabía cuándo se producirían, pero estaba segura de que aquel día ganó una sed de venganza que no saciaría hasta atacar su corazón.

La ciudad tenía un nombre, pero también una promesa de destrucción como apellido.

La ciudad tenía un nombre, pero también una promesa de destrucción como apellido

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El grito de Medusa | Medusa, Poseidón y AteneaWhere stories live. Discover now