3 | τρία | La mujer del templo

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«Oh, Atenea, la suprema diosa de la sabiduría

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«Oh, Atenea, la suprema diosa de la sabiduría. Oh, señora, dueña del conocimiento de cada día. Dame tus bendiciones, y perdona mis fechorías. Mi vida será más tuya si tú me guías».

Una muchacha, hermosa pero triste, repetía esa oración cada noche en el templo recién reformado en honor a la patrona de Atenas. La ciudad sufrió varias inundaciones durante su construcción. Los atenienses achacaban las culpas de cada catástrofe al dios del mar. Pero más odio hacia él sería inútil, puesto que aumentaría su ira contra la península de Ática y sus gentes. Ya no quedaba más remedio que honrarle. Y aquella chica sabía cómo hacerlo.

Ella entregó su vida a Atenea desde muy joven. Recitaba oraciones a la diosa desde niña. Algunos días solo le dedicaba unas palabras; otros días, sin embargo, le cantaba odas que duraban horas. A veces, incluso danzaba frente a la estatua que adornaba la sala central del templo, aclamándola. Pero ese espectáculo también lo dedicaba a Poseidón, aunque ella misma sabía en su interior que no amaba tanto al dios del mar como a la diosa de la sabiduría. Tenía una profunda admiración por Atenea, y aunque no se repitiera el mismo sentimiento por Poseidón, ella le demostraba la misma fe.

Creía que de esa manera ayudaría a salvar la ciudad de más inundaciones.

Y en parte, el cruel dios se sentía conmovido por las ofrendas que ella le dejaba durante todas y cada una de aquellas noches. Eran conchas, caracolas o piedras preciosas que ella encontraba durante sus largos paseos por las playas de Ática, bastante alejadas de la capital ateniense. Ya que no había ningún monumento a Poseidón en aquel templo, ella decidió construir el suyo a través de aquellos regalos, de esos huesos del mar que terminaron por formar una pequeña montaña blanca con reflejos de nácar.

Esa bondadosa muchacha que apreciaba su fe tanto como el bienestar de Atenas se llamaba Medusa. Y durante esa noche, su ofrenda a Poseidón tendría un valor muy especial.

—Poseidón, azote del mar, acepta mis regalos y envíame tu bondad...

Medusa repitió la frase varias veces, arrodillada frente a la montaña de caracolas, hasta que oyó un revelador sonido que provenía de una de ellas. La caracola susurraba entre un brillo plateado que se reflejó sobre sus ojos como los destellos de la luna de verano.

—Ve...

La muchacha distinguió esa sílaba. Cogió la caracola y la aproximó a su oído. El sonido de las olas envolvía su mente, pero entre el relajante murmullo del vaivén del agua, pudo escuchar con claridad el susurro del océano.

—Ven a mí... —decía.

Soltó la caracola con rapidez. ¿Acaso eran imaginaciones suyas o la voz del propio Poseidón acababa de hablarle? Fuera lo que fuese, las palabras eran claras... Tenía que ir hasta él. Pero caía la noche, y no estaba dispuesta a cruzar los pedregosos caminos hasta la costa. El terreno era peligroso, incluso podían asaltarla los bandidos. Era un plan impensable, mas tampoco podía negarse. Eso podría ofender aún más a Poseidón.

Pero su voz volvió a dirigirse a ella.

—O iré yo hasta ti.

La siguiente reacción de Medusa fue huir de aquel templo. Pensamientos horribles cruzaban su cabeza, incluso creyó que una ola gigantesca hundiría el edificio sagrado con ella en su interior como castigo por su desobediencia. Conforme corría, sintió la pesada sensación de que el Mar iba a perseguirla. Y a pesar de estar en tierra firme, sentía que iba a ahogarse en menos de un instante.

Escapó sin mirar atrás, sin saber a dónde ir o qué sendero seguir. Tenía tanto miedo que había olvidado el camino para volver a su casa junto a sus hermanas. Solo siguió una dirección: hacia adelante. Continuó así hasta llegar a un precipicio con una caída importante. Entonces no le quedó otra opción, y tuvo que darse la vuelta.

Y fue ahí cuando se encontró cara a cara con Poseidón.

Y fue ahí cuando se encontró cara a cara con Poseidón

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El grito de Medusa | Medusa, Poseidón y AteneaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora