X.- Paso por San Juan de Dios

420 2 0
                                    

Sin gran brillantez, pero también sin grandes fracasos, Andrés Hurtado iba
avanzando en su carrera. 

Al comenzar el cuarto año se le ocurrió a Julio Aracil asistir a unos cursos de enfermedades venéreas que daba un médico en el Hospital de San Juan de Dios. Aracil invitó a Montaner y a Hurtado a que le acompañaran; unos meses después iba a haber exámenes de alumnos internos para ingreso en el Hospital General; pensaban presentarse los tres, y no estaba mal el ver enfermos con frecuencia. 

La visita en San Juan de Dios fue un nuevo motivo de depresión y melancolía para Hurtado. Pensaba que por una causa o por otra el mundo le iba presentando su cara más fea. 

A los pocos días de frecuentar el hospital, Andrés se inclinaba a creer que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática. El mundo le parecía una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constituía una desgracia, y sólo la felicidad podía venir de la inconsciencia y de la locura. Lamela, sin pensarlo, viviendo con sus ilusiones, tomaba las proporciones de un sabio. 

Aracil, Montaner y Hurtado visitaron una sala de mujeres de San Juan de Dios. 

Para un hombre excitado e inquieto como Andrés, el espectáculo tenía que ser deprimente. Las enfermas eran de lo más caído y miserable. Ver tanta desdichada sin hogar, abandonada, en una sala negra, en un estercolero humano; comprobar y evidenciar la podredumbre que envenena la vida sexual, le hizo a Andrés una angustiosa impresión. 

El hospital aquel, ya derruido por fortuna, era un edificio inmundo, sucio, mal oliente; las ventanas de las salas daban a la calle de Atocha y tenían, además de las rejas, unas alambreras para que las mujeres recluidas no se asomaran y escandalizaran. De este modo no entraba allí el sol ni el aire. 

El médico de la sala, amigo de Julio, era un vejete ridículo, con unas largas patillas blancas. El hombre, aunque no sabía gran cosa, quería darse aire de catedrático, lo cual a nadie podía parecer un crimen; lo miserable, lo canallesco era que trataba con una crueldad inútil a aquellas desdichadas acogidas allí y las maltrataba de palabra y de obra. 

¿Por qué? Era incomprensible. Aquel petulante idiota mandaba llevar castigadas a las enfermas a las guardillas y tenerlas uno o dos días encerradas por delitos imaginarios. El hablar de una cama a otra durante la visita, el quejarse en la cura, cualquier cosa, bastaba para estos severos castigos. Otras veces mandaba ponerlas a pan y agua. Era un macaco cruel este tipo, a quien habían dado una misión tan humana como la de cuidar de pobres enfermas.

Hurtado no podía soportar la bestialidad de aquel idiota de las patillas blancas. Aracil se reía de las indignaciones de su amigo. 

Una vez Hurtado decidió no volver más por allá. Había una mujer que guardaba constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que debió haber sido muy bella, con ojos negros, grandes, sombreados, la nariz algo corva y el tipo egipcio. El gato era, sin duda, lo único que le quedaba de un pasado mejor. Al entrar el médico, la enferma solía bajar disimuladamente al gato de la cama y dejarlo en el suelo; el animal se quedaba escondido, asustado, al ver entrar al médico con sus alumnos; pero uno de los días el médico le vio y comenzó a darle patadas. 

—Coged a ese gato y matarlo —dijo el idiota de las patillas blancas al practicante. 

El practicante y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por toda la sala; la enferma miraba angustiada esta persecución. 

—Y a esta tía llevadla a la guardilla —añadió el médico. 

La enferma seguía la caza con la mirada, y cuando vio que cogían a su gato, dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas pálidas. 

—¡Canalla! ¡Idiota! —exclamó Hurtado, acercándose al médico con el puño
levantado.
—No seas estúpido! —dijo Aracil—. Si no quieres venir aquí, márchate.
—Sí, me voy, no tengas cuidado; por no patearle las tripas a ese idiota, miserable. 

Desde aquel día ya no quiso volver más a San Juan de Dios. 

La exaltación humanitaria de Andrés hubiera aumentado sin las influencias que obraban en su espíritu. Una de ellas era la de Julio, que se burlaba de todas las ideas exageradas, como decía él; la otra, la de Lamela, con su idealismo práctico, y, por último, la lectura de "Parerga y Paralipomena", de Schopenhauer, que le inducía a la no acción. 

A pesar de estas tendencias enfrenadoras, durante muchos días estuvo Andrés impresionado por lo que dijeron varios obreros en un mitin de anarquistas del Liceo Ríus. Uno de ellos, Ernesto Álvarez, un hombre moreno, de ojos negros y barba entrecana, habló en aquel mitin de una manera elocuente y exaltada; habló de los niños abandonados, de los mendigos, de las mujeres caídas... 

Andrés sintió el atractivo de este sentimentalismo, quizá algo morboso. Cuando exponía sus ideas acerca de la injusticia social. Julio Aracil le salía al encuentro con su buen sentido: 

—Claro que hay cosas malas en la sociedad —decía Aracil—. ¿Pero quién las va a arreglar? ¿Esos vividores que hablan en los mítines? Además, hay desdichas que son comunes a todos; esos albañiles de los dramas populares que se nos vienen a quejar de que sufren el frío del invierno y el calor del verano, no son los únicos; lo mismo nos pasa a los demás.
Las palabras de Aracil eran la gota de agua fría en las exaltaciones humanitarias de Andrés. 

—Si quieres dedicarte a esas cosas —le decía—, hazte político, aprende a hablar.
—Pero si yo no me quiero dedicar a político —replicaba Andrés indignado.
—Pues si no, no puedes hacer nada. 

- Claro que toda reforma en un sentido humanitario tenía que ser colectiva y realizarse por un procedimiento político, y a Julio no le era muy difícil convencer a su amigo de lo turbio de la política. 

Julio llevaba la duda a los romanticismos de Hurtado; no necesitaba insistir mucho para convencerle de que la política es un arte de granjería. 

Realmente, la política española nunca ha sido nada alto ni nada noble; no era muy difícil convencer a un madrileño de que no debía tener confianza en ella.

La inacción, la sospecha de la inanidad y de la impureza de todo arrastraban a Hurtado cada vez más a sentirse pesimista. 

Se iba inclinando a un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y en la piedad, sin solución práctica ninguna. 

La lógica justiciera y revolucionaria de los Saint-Just ya no le entusiasmaba, le parecía una cosa artificial y fuera de la naturaleza. 

Pensaba que en la vida ni había ni podía haber justicia. La vida era una corriente tumultuosa e inconsciente donde los actores representaban una tragedia que no comprendían, y los hombres, llegados a un estado de intelectualidad, contemplaban la escena con una mirada compasiva y piadosa. 

Estos vaivenes en las ideas, esta falta de plan y de freno, le llevaban a Andrés al mayor desconcierto, a una sobreexcitación cerebral continua e inútil.

El árbol de la cienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora