XI.- De alumno interno

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A mediados de curso se celebraron exámenes de alumnos internos para el Hospital General. 

Aracil, Montaner y Hurtado decidieron presentarse. El examen consistía en unas preguntas hechas al capricho por los profesores acerca de puntos de las asignaturas ya cursadas por los alumnos. Hurtado fue a ver a su tío Iturrioz para que le recomendara. 

—Bueno; te recomendaré —le dijo el tío—. ¿Tienes afición a la carrera? 

—Muy poca. 

—Y entonces ¿para qué quieres entrar en el hospital? 

—¡Ya qué le voy a hacer! Veré si voy adquiriendo la afición. 

Además, cobraré unos cuartos, que me convienen. 

—Muy bien —contestó Iturrioz—. Contigo se sabe a qué atenerse; eso me gusta. 

En el examen, Aracil y Hurtado salieron aprobados. 

Primero tenían que ser libretistas; su obligación consistía en ir por la mañana y apuntar las recetas que ordenaba el médico; por la tarde, recoger la botica, repartirla y hacer guardias. De libretistas, con seis duros al mes, pasaban a internos de clase superior, con nueve, y luego a ayudantes, con doce duros, lo que representaba la cantidad respetable de dos pesetas al día. 

Andrés fue llamado por un médico amigo de su tío, que visitaba una de las salas altas del tercer piso del hospital. La sala era de Medicina. 

El médico, hombre estudioso, había llegado a dominar el diagnóstico como pocos. Fuera de su profesión no le interesaba nada; política, literatura, arte, filosofía o astronomía, todo lo que no fuera auscultar o percutir, analizar orinas o esputos, era letra muerta para él. 

Consideraba, y quizá tenía razón, que la verdadera moral del estudiante de medicina estribaba en ocuparse únicamente de lo médico, y fuera de esto, divertirse. A Andrés le preocupaban más las ideas y los sentimientos de los enfermos que los síntomas de las enfermedades. 

Pronto pudo ver el médico de la sala la poca afición de Hurtado por la carrera. 

—Usted piensa en todo menos en lo que es medicina —le dijo a Andrés con severidad. 

El médico de la sala estaba en lo cierto. El nuevo interno no llevaba el camino de ser un clínico; le interesaban los aspectos psicológicos de las cosas; quería investigar qué hacían las hermanas de la Caridad, si tenían o no vocación; sentía curiosidad por saber la organización del hospital y averiguar por dónde se filtraba el dinero consignado por la Diputación.

La inmoralidad dominaba dentro del vetusto edificio. Desde los administradores de la Diputación provincial hasta una sociedad de internos que vendía la quinina del hospital en las boticas de la calle de Atocha, había seguramente todas las formas de la filtración. En las guardias, los internos y los señores capellanes se dedicaban a jugar al monte, y en el Arsenal funcionaba casi constantemente una timba en la que la postura menor era una perra gorda. 

Los médicos, entre los que había algunos muy chulos; los curas, que no lo eran menos, y los internos, se pasaban la noche tirando de la oreja a Jorge. Los señores capellanes se jugaban las pestañas; uno de ellos era un hombrecito bajito, cínico y rubio, que había llegado a olvidar sus estudios de cura y adquirido afición por la medicina. Como la carrera de médico era demasiado larga para él, se iba a examinar de ministrante, y si podía, pensaba abandonar definitivamente los hábitos. 

El otro cura era un mozo bravío, alto, fuerte, de facciones enérgicas. Hablaba de una manera terminante y despótica; solía contar con gracejo historias verdes, que provocaban bárbaros comentarios. 

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