V.- Desde lejos

135 5 0
                                    

Al acercarse mayo, Andrés le dijo a su hermana que iba a Madrid a examinarse del Doctorado.

—¿Vas a volver? —le preguntó Margarita. 

—No sé; creo que no. 

—Qué antipatía le has tomado a esta casa y al pueblo. No me lo explico. 

—No me encuentro bien aquí. 

—Claro. ¡Haces lo posible por estar mal! 

Andrés no quiso discutir y se fue a Madrid, se examinó de las asignaturas del Doctorado, y leyó la tesis que había escrito en Valencia.

En Madrid se encontraba mal; su padre y él seguían tan hostiles como antes. Alejandro se había casado y llevaba a su mujer, una pobre infeliz, a comer a su casa.

Pedro hacía vida de mundano. 

Andrés, si hubiese tenido dinero, se hubiera marchado a viajar por el mundo; pero no tenía un cuarto. Un día leyó en un periódico que el médico de un pueblo de la provincia de Burgos necesitaba un sustituto por dos meses.

Escribió; le aceptaron. Dijo en su casa que le había invitado un compañero a pasar unas semanas en un pueblo. Tomó un billete de ida y vuelta, y se fue. El médico a quien tenía que sustituir era un hombre rico, viudo, dedicado a la numismática. Sabía poco de medicina, y no tenía afición más que por la historia y las cuestiones de monedas.

—Aquí no podrá usted lucirse con su ciencia médica —le dijo a Andrés, burlonamente—. Aquí, sobre todo en verano, no hay apenas enfermos, algunos cólicos, algunas enteritis, algún caso, poco frecuente, de fiebre tifoidea, nada.

El médico pasó rápidamente de esta cuestión profesional, que no le interesaba, a sus monedas, y enseñó a Andrés la colección; la segunda de la provincia. Al decir la segunda suspiraba, dando a entender lo triste que era para él hacer esta declaración.

Andrés y el médico se hicieron muy amigos. El numismático le dijo que si quería vivir en su casa se la ofrecía con mucho gusto, y Andrés se quedó allí en compañía de una criada vieja.

El verano fue para él delicioso; el día entero lo tenía libre para pasear y para leer; había cerca del pueblo un monte sin árboles, que llamaban el Teso, formado por pedrizas, en cuyas junturas nacían jaras, romeros y cantuesos. Al anochecer era aquello una delicia de olor y de frescura.

Andrés pudo comprobar que el pesimismo y el optimismo son resultados orgánicos como las buenas o las malas digestiones. En aquella aldea se encontraba admirablemente, con una serenidad y una alegría desconocidas para él; sentía que el tiempo pasara demasiado pronto.

Llevaba mes y medio en este oasis, cuando un día el cartero le entregó un sobre manoseado, con letra de su padre. Sin duda, había andado la carta de pueblo en pueblo hasta llegar a aquél. ¿Qué vendría allí dentro? Andrés abrió la carta, la leyó y quedó atónito. Luisito acababa de morir en Valencia. Margarita había escrito dos cartas a su hermano, diciéndole que fuera, porque el niño preguntaba mucho por él; pero como don Pedro no sabía el paradero de Andrés, no pudo remitírselas.

Andrés pensó en marcharse inmediatamente; pero al leer de nuevo la carta, echó de ver que hacía ya ocho días que el niño había muerto y estaba enterrado.

La noticia le produjo un gran estupor. El alejamiento, el haber dejado a su marcha a Luisito sano y fuerte, le impedía experimentar la pena que hubiese sentido cerca del enfermo.

Aquella indiferencia suya, aquella falta de dolor, le parecía algo malo. El niño había muerto; él no experimentaba ninguna desesperación. ¿Para qué provocar en sí mismo un sufrimiento inútil? Este punto lo debatió largas horas en la soledad.

Andrés escribió a su padre y a Margarita. Cuando recibió la carta de su hermana, pudo seguir la marcha de la enfermedad de Luisito. Había tenido una meningitis tuberculosa, con dos o tres días de un período prodrómico, y luego una fiebre alta que hizo perder al niño el conocimiento; así había estado una semana gritando, delirando, hasta morir en un sueño.

En la carta de Margarita se traslucía que estaba destrozada por las emociones. Andrés recordaba haber visto en el hospital a un niño, de seis a siete años, con meningitis; recordaba que en unos días quedó tan delgado que parecía translúcido, con la cabeza enorme, la frente abultada, los lóbulos frontales como si la fiebre los desuniera, un ojo bizco, los labios blancos, las sienes hundidas y la sonrisa de alucinado. Este chiquillo gritaba como un pájaro, y su sudor tenía un olor especial, como a ratón, del sudor del tuberculoso.

A pesar de que Andrés pretendía representarse el aspecto de Luisito enfermo, no se lo figuraba nunca atacado con la terrible enfermedad, sino alegre y sonriente como le había visto la última vez, el día de la marcha.

El árbol de la cienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora