I.- Las minglanillas (2 parte)

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Julio Aracil había intimado con Andrés. La vida en común de ambos en San Carlos y en el hospital iba unificando sus costumbres, aunque no sus ideas ni sus afectos.

Con su dura filosofía del éxito Julio comenzaba a sentir más estimación por Hurtado que por Montaner.

Andrés había pasado a ser interno como él; Montaner no sólo no pudo aprobar en estos exámenes, sino que perdió el curso, y abandonándose por completo empezó a no ir a clase y a pasar el tiempo haciendo el amor a una muchacha vecina suya.

Julio Aracil comenzaba a experimentar por su amigo su gran desprecio y a desearle que todo le saliera mal.

Julio, con el pequeño sueldo del hospital, hacía cosas extraordinarias, maravillosas; llegó hasta a jugar a la Bolsa, a tener acciones de minas, a comprar un título de la Deuda.

Julio quería que Andrés siguiera sus pasos de hombre de mundo.

-Te voy a presentar en casa de las Minglanillas -le dijo un día riendo.

-¿Quiénes son las Minglanillas? -preguntó Hurtado.

-Unas chicas amigas mías.

-¿Se llaman así?

-No; pero yo las llamo así; porque, sobre todo la madre, parece un personaje de Taboada.

-¿Y qué son?

-Son unas chicas hijas de una viuda pensionista, Niní y Lulú. Yo estoy arreglado con Niní, con la mayor; tú te puedes entender con la chiquita.

-¿Pero arreglado hasta qué punto estás con ella?

-Pues hasta todos los puntos. Solemos ir los dos a un rincón de la calle de Cervantes, que yo conozco, y que te lo recomendaré cuando lo necesites.

-¿Te vas a casar con ella después?

-¡Quita de ahí, hombre! No sería mal imbécil.

-Pero has inutilizado a la muchacha.

-¡Yo! ¡Qué estupidez!

-¿Pues no es tu querida?

-¿Y quién lo sabe? Además, ¿a quién le importa?

-Sin embargo...

-¡Ca! Hay que dejarse de tonterías y aprovecharse. Si tú puedes hacer lo mismo, serás un tonto si no lo haces.

A Hurtado no le parecía bien este egoísmo; pero tenía curiosidad por conocer a la familia, y fue una tarde con Julio a verla.

Vivía la viuda y las dos hijas en la calle de Fúcar, en una casa sórdida, de esas con patio de vecindad y galerías llenas de puertas.

Había en casa de la viuda un ambiente de miseria bastante triste; la madre y las hijas llevaban trajes raídos y remendados; los muebles eran pobres, menos alguno que otro indicador de ciertos esplendores pasados, las sillas estaban destripadas y en los agujeros de la estera se metía el pie al pasar.

La madre, doña Leonarda, era mujer poco simpática; tenía la cara amarillenta, de color de membrillo; la expresión dura, falsamente amable; la nariz corva; unos cuantos lunares en la barba, y la sonrisa forzada.

La buena señora manifestaba unas ínfulas aristocráticas grotescas, y recordaba los tiempos en que su marido había sido subsecretario e iba la familia a veranear a San Juan de Luz. El que las chicas se llamaran Niní y Lulú procedía de la niñera que tuvieron por primera vez, una francesa.


Estos recuerdos de la gloria pasada, que doña Leonarda evocaba accionando con el abanico cerrado como si fuera una batuta, le hacían poner los ojos en blanco y suspirar tristemente.

Al llegar a casa con Aracil, Julio se puso a charlar con Niní, y Andrés sostuvo la conversación con Lulú y con su madre.

Lulú era una muchacha graciosa, pero no bonita; tenía los ojos verdes, oscuros, sombreados por ojeras negruzcas; unos ojos que a Andrés le parecieron muy humanos; la distancia de la nariz a la boca y de la boca a la barba era en ella demasiado grande, lo que le daba cierto aspecto simio; la frente pequeña, la boca, de labios finos, con una sonrisa entre irónica y amarga; los dientes blancos, puntiagudos; la nariz un poco respingona, y la cara pálida, de mal color.

Lulú demostró a Hurtado que tenía gracia, picardía e ingenio de sobra; pero le  faltaba el atractivo principal de una muchacha: la ingenuidad, la frescura, la candidez.

Era un producto marchito por el trabajo, por la miseria y por la inteligencia. Sus dieciocho años no parecían juventud.

Su hermana Niní, de facciones incorrectas, y sobre todo menos espirituales, era más mujer, tenía deseo de agradar, hipocresía, disimulo. El esfuerzo constante hecho por Niní para presentarse como ingenua y cándida le daba un carácter más femenino, más corriente también y vulgar.

Andrés quedó convencido de que la madre conocía las verdaderas relaciones de Julio y de su hija Niní. Sin duda ella misma había dejado que la chica se comprometiera, pensando que luego Aracil no la abandonaría.

A Hurtado no le gustó la casa; aprovecharse, como Julio, de la miseria de la familia para hacer de Niní su querida, con la idea de abandonarla cuando le conviniera, le parecía una mala acción.

Todavía si Andrés no hubiera estado en el secreto de las intenciones de Julio, hubiese ido a casa de doña Leonarda sin molestia; pero tener la seguridad de que un día los amores de su amigo acabarían con una pequeña tragedia de lloros y de lamentos, en que doña Leonarda chillaría y a Niní le darían soponcios, era una perspectiva que le disgustaba.

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