Parte 3

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III

Antes

―¿Te has perdido? ―pregunta Lotta al ver cómo Ian camina despistado por uno de los pasillos de la Universidad. Es difícil perderse, piensa Lotta, porque en esa ciudad universitaria tan solo conviven mil personas, todas bajo el amparo de una misma especificación profesional. No hay muchas calles, tampoco demasiados edificios e, indudablemente, pocos corredores por los que deambular dentro de las paredes de la Universidad.

―Sí, creo que debí haber girado a la izquierda veinte metros atrás.

―Ya... Déjame ver.

Lotta le arrebata el horario a Ian y lee con sus ojos en blanco y negro. El aula que el chico busca está en la otra punta del edificio y su clase ha empezado hace quince minutos.

―No te dejarán entrar... La puntualidad es muy importante, ¿sabes?

Ian mira a Lotta sin saber qué decir. Lleva puestos los guantes aunque no está a la intemperie y tampoco se ha deshecho del gorro y la bufanda. Está muerto de frío y no es difícil adivinar por sus facciones que proviene de un país cálido y que tardará un tiempo en acostumbrarse al gélido otoño de Lund.

―Venga, vamos. Tomaremos algo mientras esperamos a que comience tu siguiente clase.

Ian no pone resistencia alguna a la propuesta y sigue a Lotta como un perrito faldero. Se alegra de no encontrarse solo porque las paredes acristaladas del edificio, los techos altos y elaborados y el suelo de mármol brillante han conseguido que se sienta más pequeño aún de lo que cree que es. Cuando llegan a la cafetería de la universidad, el silencio es tan sólido como el de una biblioteca. Tan solo se rompe por el silbido de la cafetera al calentar las bebidas o el chirrido de las patas de una silla al arañar el suelo.

―¿Qué quieres tomar? ―pregunta Lotta.

Ian echa un vistazo y no ve barra, ni camareros ni nada por el estilo. Solo unas máquinas expendedoras de café en las que uno ha de servirse a sí mismo. Antes de que Ian tenga tiempo de contestar, Lotta abre su mochila, extrae una bolsa térmica y de su interior, una taza de loza con tapa de goma. Le quita la goma y coloca la taza en la máquina. Posa su pulsera multiestacional en el lector de la máquina y luego habla:

―Café con leche y un dulce de canela ―dice, con la voz firme y clara. El robot entiende su orden y prepara el pedido en menos de un minuto.

Ian no ha traído ninguna taza porque en las ciudades anacrónicas los utensilios que se utilizan fuera de casa siguen siendo de usar y tirar. Lotta olvida por un momento ese detalle, pero cuando repara en él, extrae la tarjeta de prepago que lleva para emergencias y la introduce en la ranura de la cafetera. Utiliza veinte coronas para comprar una taza reutilizable para Ian y luego la coloca bajo el dispensador.

―¿La leche que utilizáis aquí...? ―se atreve a preguntar.

―Se forma a partir de proteínas de transición. ¿No la has probado nunca?

Ian agacha la cabeza para que el rubor de sus mejillas no sea tan patente. No quiere confesar que en su país los nutrientes siguen extrayéndose directamente de los animales porque eso le haría quedar como un pueblerino. No es de gente civilizada oponerse a la evolución.

―No te preocupes. Dicen que sabe igual ―le asegura Lotta, comprensiva, aunque en cierto modo, le repugna la idea de llevarse a la boca algo que haya formado parte de cualquier animal. Le parece antihigiénico, inhumano e incluso, salvaje.

Lotta pide un segundo café con leche y le muestra el camino a Ian hasta su mesa favorita, la que está junto al ventanal que da a la fuente del jardín.

Reimagina (Completa)Where stories live. Discover now