Creo que te he escrito tantas veces, de las cosas malas y buenas, de cuánto te extraño y de cuánto te quiero, pero no estoy segura de haber escrito jamás lo que me gusta de ti.
Es tu voz. Tienes una voz preciosa. Impone. No es el acento diferente, es el tono de tu voz que se desliza en mis oídos cuando lees en voz alta un poema que necesita calma, y a su vez, es tan potente cuando quieres ser escuchado. Se convirtió en mi melodía favorita.
Son tus manos. Un par de palmas con una que otra cicatriz de un día en que jugabas con tus amigos y otras historias interesantes de las que ya hemos hablado. Fuertes, que parecieran siempre estar calientes, y traviesas.
Son tus ojos, grandes y oscuros, que te miran y pueden hacerte sentir tan pequeño, pero a su vez, la cosa más adorada en el mundo. Que brillan cuando me ven y se enchinan cuando ríes y aplaudes.
Es tu sentido del humor, tan simple y estúpido, el más inocente, lo que trae consigo a tu risa, una risa parecida a la de un niño que juega en los columpios de un parque en un día de verano.
Es lo que sabes. La manera en la que te gusta prestarle atención a cosas que nadie más ve y que ayudes a quienes no tienen la misma capacidad que tu de poner atención. Siempre me gustó la cantidad de cosas que sabes, y siempre supiste que decir para impresionarme, incluso si no era intencional.
Es lo bueno que eres. Puedes ayudar a quién lo necesite sin importar si algún día te hizo daño o intentó hacerlo. Ayudas al vecino, a tus compañeros, a los maestros y a quiénes no conoces pero lo necesitan.
Eres tu. Un sinfín de características todas puestas en el lugar correcto, que encajan a la perfección con lo que siempre imaginé. Eres tu, un hombre noble, sencillo, que escucha música clásica y carla morrison, que te ve y te sientes derretir, que es inteligente y precioso. Un sinfín de características puestas en el lugar correcto.
