La debilidad de Sam

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Sam estaba sentada en su escritorio, absorta, dibujando a como siempre lo había hecho. Era un día soleado, sin nubes, fresco; se podría decir que era perfecto. La casa de Sam no era muy grande ni lujosa, aunque ciertamente era acogedora. Vivía en un pequeño barrio de una ciudad no tan pequeña. Ahí todo caminaba a su ritmo. Los vendedores de pan y esquites pasaban desde muy temprano, las tiendas abrían de igual manera, los gatos regresaban a sus hogares después de una larga noche de caza; entre muchos otros eventos. El mundo resplandecía y se llenaba de colores aquel lunes. O al menos, esa era la realidad más alejada de Sam.

El dibujo de Sam era un poco raro. En él se mostraba una serie de garabatos y líneas que a simple vista no formaban nada coherente. Sin embargo, poniendo un poco más de atención se podía reconocer la forma de un gato y de una niña. Sam siguió dibujando mientras todo el maravilloso día a su alrededor se fue convirtiendo en una pintura gris y deprimente. De repente su escritorio se envejeció y llenó de moho, las nubes cubrieron el sol, el frío se apoderó del lugar y todo eventualmente se volvió más extraño. Sam apartó los largos cabellos negros de su rostro para dejar ver un gesto inexpresivo, triste. Justo en ese momento escuchó que la llamaban desde la puerta de su casa. Se paró, y casi como si estuviera en un modo automático se dirigió hasta la entrada. Al abrir se encontró con uno de sus amigos. Este era Simón.

―¿No piensas ir a la escuela, Samara? ―preguntó Simón.

Él cargaba un uniforme blanco, limpio. Tenía una mochila azul en su espalda y se veía de estatura media. Aunque Samara no podía apreciar bien sus ojos, ella recordaba que eran de un color avellana muy bello; que generaba confianza, empatía. Era una lástima que por más que se esforzara no pudiera apreciarlos.

―Hoy no tengo ganas ―contestó Sam.

―La semana pasada faltaste dos días ―suspiró―. Espero que te pongas al día con la tarea. En la tarde te la paso ¿Está bien?

―Está bien.

Simón se quedó un rato más en la puerta de Samara, como esperando a que ella agarrara su mochila y se fuera con él. Pero no fue así. Al darse cuenta de este hecho se retiró, con una expresión triste de la cual Samara no se dio cuenta en lo absoluto.

Por un momento escuchó el cantar de algunos pájaros en el exterior. De inmediato cerró la puerta y el silencio se hizo de nuevo. Se dirigió otra vez a su escritorio para seguir dibujando. Sin embargo, su hoja de papel ya no estaba. Abrió los ojos de una forma poco natural, mostrando por primera vez un signo de emoción, susto, preocupación. Rápido se agachó para buscar su dibujo debajo del escritorio, cerca de su cama, por la ventana, en cualquier parte donde pudiera haber salido volando.

Nada. Pasó exactamente una hora con seis minutos hasta que Sam, con toda la pena del mundo se terminó rindiendo. Se sentó una vez más en el escritorio, pero esta vez apoyando el rostro sobre él, mirando hacia el vacío. El cuarto era más chico que antes, un poco más oscuro, sin alegría, sin la vida que tenía esa mañana. Casi parecía que estuviera dibujado a lapicero, con trazos desiguales, desganados y sucios. Un ambiente bastante preocupante para una joven que todavía estaba creciendo, que todavía tenía mucho por recorrer.

Escuchó un poco de ruido y se dio cuenta de que alguien se acercaba a su habitación a pasos precipitados, como si esa persona tuviera poco tiempo. Su madre, quien ya estaba vestida para ir a trabajar, entró en escena. Se acercó a ella tratando de disminuir su velocidad.

―El dibujo ―comenzó diciendo la madre algo agitada―, era de ese gato, ¿verdad?

―¿Ese gato?

―Sí, el que estabas cuidando.

―Se llamaba "Grey" ―contestó Sam.

―Como sea. Ya deja de deprimirte y ve a la escuela ―Hizo una pausa mientras miraba a su hija con poca empatía―. Esas cosas pasan hija, a veces los animales se van y ya. No seas débil, o el mundo te comerá.

Con esas últimas palabras su madre se fue retomando la velocidad de antes. Sam no necesitaba que le dijeran que no fuera débil. Ella tenía claro que no podía seguir en ese hoyo, pero la falta de apoyo y de comprensión de sus seres cercanos le dificultaban mucho las cosas.

Después de bastante rato se levantó, y fue a la cocina por un vaso de agua. Mientras se lo bebía vio un montón de trozos de papel en la basura. En ese momento casi se ahogó con el agua. Tosió de forma muy fuerte, tanto que en cierto momento pensó que terminaría escupiendo sangre. Una vez se compuso se abalanzó hacia el bote de basura, sin importarle qué tan sucio pudiera estar. Sacó uno a uno los pedazos de papel, a la vez que lo iba uniendo a como podía; dándole forma, reviviendo su dibujo. Y así se dio cuenta, de que su propia madre se lo había quitado para romperlo y tirarlo. Sintió como si en ese instante un saco de cemento le hubiera sido puesto sobre los hombros. Se preguntó una y otra vez el porqué. ¿Por qué su propia madre no podía comprender su dolor? ¿Qué necesidad había? ¿Qué tan malo era querer a su amigo de regreso?

Se echó a llorar. Ahí, en el suelo gris de la cocina. Lloró lo suficiente para que le ardiera la cara. Lloró tanto que se convirtió en sus propias lágrimas, esparciéndose, desapareciendo.

La cocina quedó impregnada de esa depresión, cambiando su forma, volviéndose en un lugar completamente gris, extraño, lleno de garabatos y rarezas. Era algo muy diferente a su verdadera naturaleza, a la realidad. Cuando llegaron sus padres no encontraron rastro de Samara. Solo esa cocina extraña, tan extraña que al llegar supieron exactamente lo que había pasado; lo del dibujo, lo de su hija llorando y desapareciendo. Lo supieron porque no era posible que algo tan colorido se hubiera convertido en "eso". El mundo de afuera era, y siempre había sido un mundo vivo, alegre, con un sinfín de oportunidades. Pero para Samara, quien no pudo ver más allá de su tristeza, no fue así. Ella olvidó todo eso, debido a su depresión, al sentirse sola en todo momento.

Varios días pasaron y el mundo siguió girando. Eventualmente el gato regresó a casa después de una larga ausencia. Sin embargo, ya era demasiado tarde, pues ahora su dueña era la desaparecida. La madre, quien en un principio había rechazado al felino lo abrazó, como si su propia hija se encontrara dentro de él. Ese mundo gris se extendía por todo el hogar, haciendo que la ausencia de Sam se notara ―y pesara― cada vez más. La tristeza, podía extenderse y apoderarse de todo.

Extrañas historiasWhere stories live. Discover now