Relato XXI: El Dentista

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A mi primo y a mí nos emocionaba muchísimo hacer exploración urbana. Desde que éramos adolescentes, nos escapábamos en la noche para salir a explorar. Habíamos visitado casas en ruinas, hospitales abandonados, fábricas cerradas y todo tipo de lugares extraños. Nos gustaba captarlo en videocámara para luego mostrárselo a nuestros amigos.

En aquella ocasión, habíamos localizado una pequeña casita a las afueras de la ciudad. Según habíamos visto en el video que encontramos, había pertenecido al asesino serial Edward Goode. No buscamos mucha más información acerca de él porque esa era nuestra forma de hacer las cosas. Encontrábamos un lugar, lo explorábamos y luego leíamos su trasfondo. Nos parecía más tétrico de ese modo. Así omitíamos prejuicios y alucinaciones. Capturábamos lo real, lo que había en el lugar. Y eso, a nuestra audiencia creciente de internet, le estaba gustando.

Mi marido me avisó de que Dominic había llegado. Charlaron en la sala mientras yo revisaba mi mochila. Llevaba la cámara, pilas, linternas, agua... En fin, cargaba con todo lo que necesitaba para la misión. Me eché un último vistazo frente al espejo, arreglé un poco mi cabello y cerré la puerta al salir de la recámara.

—¿Lista? —preguntó mi primo.

—Vamos a darle una visita a esa tal Edward Goode.

Dominic tomó mi mochila y la llevó al auto. Mi marido me tomó el rostro entre las manos.

—Ten cuidado, ¿sí? —dijo antes de darme un beso—. No te separes de Dominic. Nuestra princesa te espera aquí en la casa.

Sonreí al mirar a nuestra pequeña niña, dormida en su cuna. Le repetí que no había de qué preocuparse. Lo había hecho decenas de veces y había regresado sana y salva. Le di un beso a mi hija antes de salir de casa.

—¡Date prisa, Amy! —gritó Dominic desde afuera.

—¡Ya voy! —respondí.

Entré al coche y de inmediato nos pusimos en marcha. Sería un viaje bastante largo, por lo que habíamos partido más temprano de lo usual. Al llegar a la autopista, Dominic me pidió que le pasara el encendedor para su cigarrillo. Yo me quejé de su mal hábito y comencé a bombardearlo con razones por las cuales debería dejar de fumar. Me puse a revisar el mapa en cuanto me di cuenta de que no me estaba prestando ni chispa de atención.

Dimos con la antigua carretera cuando ya estaba muy oscuro. La única iluminación en el camino provenía de nuestro auto y, muy de vez en cuando, veíamos luces en algunas casitas en las que todavía vivía gente. Encontramos el letrero que anunciaba el kilómetro exacto. Habíamos llegado.

—Joder —dijo Dominic—, vaya que si está abandonada.

Le eché un vistazo a la casa y vi que el tejado tenía un gran hueco. Las enredaderas se habían apoderado de la fachada frontal, había moho por todas partes. Parecía que nadie había puesto un pie allí en años.

Susurros a medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora