18. Día de Furia

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El cielo estaba despejado. El sol potente enrojecía mi rostro. Me resguardé en el interior del coche sin dejar de mirar la superficie a través de la ventanilla a medida que subíamos por la rampa. Tras pasar al suelo real, la misma desapareció de mi vista en un centésimo. Las instalaciones de Destruidos se encontraban tan bien camufladas que no me daría cuenta de su existencia ni pasando sobre ellas. Anhelaban invisibilidad y la tenían.

Los primeros kilómetros se basaron en oír a Theo hablar con entusiasmo sobre los diversos mecanismos del combustible sustentable que tuvieron que crear para su funcionamiento y el automóvil en general. Maureen se sentó a su lado en la parte trasera mientras que William conducía el coche junto a mí. Pronto, el paisaje a mi alrededor tomó forma y la claridad de lo que parecía un desierto inhabitado se convirtió en un ambiente sombrío, en el verdadero mundo detrás de los muros.

En una lejanía que se iba reduciendo poco a poco, vi los rastros de lo que fue la civilización preguerra. Territorio Blanco era una ciudad en ruinas, todos lo sabían y nadie la conocía. Yo lo haría en ese momento. Una colección interminable de altos edificios con sectores derrumbados, estructuras imposibles de identificar quemadas y una cantidad estrepitosa de residuos se alzaban allí como un recordatorio de lo que la humanidad devastó, como recordatorio de que éramos expertos en destruir lo que amábamos.

Theo interrumpió mis pensamientos cuando alegó que Betty no soportaría mucho y fue cierto. Las grietas del seco terreno que atravesamos se hicieron más pronunciadas, lo que dificultaba continuar por ese medio de transporte. Will asintió, maniobró el volante y estacionó debajo de los escombros de un puente. Bajamos del vehículo. Comparados con aquella aglomeración urbana nosotros parecíamos hormigas diminutas. La sensación me sofocó. Fruncí el ceño mientras mis acompañantes abrían el baúl del auto y de él sacaban, además del cargamento de alimentos no perecederos y armas no aprobadas por los estatutos de La Corte Roja.

―¿Crees lo soportará? ―le susurró mi antiguo guarda a mi hermano.

―Lo comprobarás al regresar.

―Oigan, ¿por qué hablan como si pudiera morir?

―Aquí no hay solo renegados sociales, Rosie ―explicó Will, ocultando lo que reconocí como una pistola en su cinturón―, hay mucho más que eso.

Minutos más tarde y con las caras cubiertas por gastados pañuelos, nos mezclamos entre la muchedumbre. Decenas de nacionalistas sin clan transitaban por la calle de tierra, nosotros pretendíamos pasarnos por ellos, aunque pudimos ser así por crímenes como el amor o nacer en el lugar equivocado. No sabía qué pensar respecto a los metros y metros de destrucción a mi alrededor.

Maureen llamó a ese sitio el "Mercado de los Muertos" porque los habitantes que compraban allí murieron socialmente y los artículos que adquirían eran la "basura" de la gente como mi hermano y yo. Vestigios de los lujos pertenecientes a poderosos. Tiendas hechas a base de chapas y maderas rotas que simulaban ser mesas llenaban el espacio disponible. Lo curioso era que no usaban el dólar nacional, su moneda de cambio era el trueque.

Un determinante aroma a sudor y humo penetraron mis fosas nasales. Hoyos en el asfalto y la variada presencia de objetos punzantes en el piso dificultaron mi andar. Jadeé por el dolor que me causaban los empujones y arrebatos de los desconocidos. Todavía me dolía el cuerpo a causa del incidente en el internado. Me pregunté qué sucedía en la capital londinense por un instante, sin embargo, disipé ese pensamiento cuando William me advirtió que habíamos llegado a destino.

Un hombre de unos cincuenta años sonrió ampliamente al vernos, enseñando sus dientes chuecos y algo amarillentos. Dejó de acomodar los cacharros y joyas de su puesto. No con alegría, sino con malicia. Su estado físico deplorable no se destacó, lucía similar al de la mayoría en Territorio Blanco. La ropa que vestía estaba sucia y desgastada por el evidente uso.

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