35. Reina de la venganza

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Diego Stone

Permanecí en silencio durante la conversación que tuvimos mi padre y hermanos sobre el nuevo integrante familiar y el rol de Diógenes en la rebelión. Yo ya lo sabía, únicamente aguardaba expectante el conocer la opinión de ellos.

Siendo honesto, no sabía cómo reaccionar a las noticias. No tenía sentido para mí el hecho de que él dijera que siempre había creído en la gente merecía sentir y pensar en libertad cuando su accionar anterior había probado lo contrario. Desde niño había crecido escuchándolo gritar que los sentimientos nos hacían débiles y que debía extirpar toda debilidad de mí, incluso me hostigó en repetidas ocasiones por repudiar sus actos basados en ese supuesto apotegma. Quise creer que nos ocultó la verdad por seguridad. En serio quise creerle, es decir, era mi padre. Pero nunca lo hizo en afán de ganarse mi confianza y no la obtendría tan fácil.

―¿Entonces me estás diciendo que todos estos años de tortura y de hacernos miserables por no ser como tú querías solo fueron para aparentar? ¿Para qué tu juego de héroe no se arruinará? ―planteó Dionisio, poniéndose de pie con incredulidad. Los cuatro nos encontrábamos reunidos en una de las aulas equipadas con el mismo tipo de amueblado estándar: una mesa redonda en el centro del aula, sillas de madera oscura y un escritorio vacío―. ¿Y qué tenemos un nuevo hermano? Bueno, él tuvo suerte porque no tuvo que soportarte toda su existencia.

Él normalmente callaba las cosas, ese día no era normal. A pesar de que concordaba con Dionisio, no dije nada. Yo estaba cansado de pelear, de los pleitos rutinarios y las decepciones parentales. A esas alturas me había acostumbrado tanto a ello que me daba igual lo que estuviera relacionado con Diógenes. En cuanto a William, no lo conocía. Tal vez algún día podríamos intentar llevarnos bien, sin embargo, seguía siendo un extraño y tardaría en dejar de serlo.

―Hijo, tienes que comprender ―masculló mi padre, dando un paso en su dirección.

―¿Comprensión? ¿Quieres comprensión? No la tuviste con nosotros, ¿por qué concedértela? ―replicó mi hermano menor. La mandíbula de Diógenes se tensó en respuesta―. No pienso actuar según las órdenes de un mentiroso ni pienso participar en esta guerra. Esa es mi elección, ellos te dirán la suya. Solo quiero irme a casa. Llévame a casa.

―Si eso es lo que quieres ―musitó Diógenes.

Sin agregar más, Dionisio salió del aula a grandes zancadas.

―Me alegra que ustedes entiendan lo que digo ―dijo mi padre, ya que ni Dimitri ni yo nos fuimos.

―Siempre te apoyaré, padre ―declaró Dimitri en un tono apacible.

Solté una risa carente de humor sin poder evitarlo y me levanté de mi asiento.

―Yo no me quedo aquí porque te apoye ni nada por el estilo. Lo que dices ahora no cambia el pasado. Me quedo porque comparto ideales con Destruidos, ideales que obtuve por mí mismo y por los cuales tú me hiciste culpable al tenerlos ―farfullé con un nudo en la garganta―. Así que trata de ignorarme cuando me veas, no será muy distinto a como vivimos antes.

―Lamento la intromisión ―interrumpió de pronto Marlee en el umbral de la puerta que Dionisio olvidó cerrar―. Diógenes, te necesitamos en la sala de reuniones. Chicos, ustedes pueden venir si lo desean.

―No hay inconveniente, creo que hemos terminado aquí ―afirmó mi padre, yéndose con ella.

―¿Tanto te costaba cerrar la boca? ―increpó Dimitri. Apreté los ojos un segundo para no responderle mal―. Todo lo que hizo fue para protegernos, Diego.

―Él puede decir eso. También nos enseñó que no se puede confiar en las palabras de nadie, que debemos fiarnos de sus acciones, y, en lo personal, él no me protegió de nada.

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