Epílogo

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9 años después...

Faltaba poco para terminar. Mientras escribía la última línea de mi libro, estiré la mano hacia la taza depositada en el escritorio hecho a base de madera artificial y me decepcioné al darme cuenta de que estaba vacía. Abandoné la pluma que casi no tenía tinta y me dispuse a levantarme, no obstante, desistí al ver a Diego parado en el umbral de la entrada a nuestro cuarto, sosteniendo otra taza. En consecuencia, sonreí.

―Me conoces bien.

―Si no lo hiciera, sería raro que fuera tu esposo ―respondió, acercándose a entregarme mi nueva carga de café.

En su dedo había un anillo tatuado como en el mío en vez de una sortija. Nos habíamos casado dos años atrás y aún recordaba la cara de sorpresa que había puesto cuando yo se lo propuse porque no se lo había visto venir. Desde que era una niña había visto al matrimonio como un mal concepto, una obligación y por eso lo habíamos evitado. La sociedad moldeaba los corazones a su gusto y el mío nunca estuvo exento de ella; por eso creí que ciertos deseos eran míos y tardé en darme cuenta de que los fabricó el antiguo régimen de la realeza oscura. Posteriormente comprendimos que podíamos darle un significado propio y los dos éramos felices. No necesitábamos nada más. Por ahora.

―¿Qué hacías ahí? ¿Por qué no me la entregaste directamente? ―quise saber previo a beber un pequeño sorbo.

―No quería interrumpirte. Además, me gustan las caras que haces al leer o escribir.

Dejé la taza junto a la otra.

―Yo no hago ninguna cara.

―Lo haces y son bastante graciosas.

Volteé los ojos.

Su mirada viajó hacia las hojas repletas de mis escritos. Sabía que existían formas más rápidas y modernas de escribir, mas me gustaba hacerlo a mano, lo hacía más personal. Había publicado mi primer libro hacía dos años y desde ese entonces no había parado. Era mi pasión y mi trabajo.

―¿Lo terminaste? ―añadió él.

―Casi ―contesté, poniéndome de pie―. La verdad, tengo planeado otro, pero me hace falta algo de inspiración.

―¿Y qué necesitas?

―A ti.

Sus labios se elevaron y formaron una sonrisa antes de que se unieran con los míos en un beso apasionado. Besarlo a él era como ir a un lugar que conocías de memoria y aun así anhelabas visitarlo a diario. Su barba incipiente me hacía cosquillas en las mejillas. Coloqué mis palmas alrededor de su nuca húmeda por la ducha reciente, profundizando el beso de tal manera en que nuestras lenguas se tocaban en busca de aumentar el placer. Automáticamente las manos de Diego descendieron desde mis hombros hasta el nudo que cerraba mi bata para dormir, la abrieron sin ningún fallo y rodearon mi cintura. Para igualar el asunto, mis dedos recorrieron la piel desnuda de su abdomen firme con intenciones de deshacerme de lo único que vestía: una toalla. Caminamos ciegamente sobre el piso de madera hacia la cama detrás de nosotros y tras una larga sesión de sexo, me sentí inspirada en su totalidad.

Una vez que llegó la hora de irnos. Como de costumbre nos aseguramos de que Dian, el perro que adoptamos en uno de nuestros tantos viajes, tuviera comida y agua a su disposición. Luego cerré con llaves el departamento. Se caracterizaba por su simpleza dividida en dos plantas, sus grandes ventanales con vista al área metropolitana y sus decoraciones modernas. Nos habíamos mudado juntos hacía cinco años. El edificio era una nueva construcción de unos diez pisos que se dio tras de la Cuarta Guerra Mundial, en la que nosotros participamos activamente, ya que las mansiones en las que crecimos se convirtieron en sitios públicos de ayuda a la comunidad. Los dos habíamos donado casi toda de la fortuna con la que nacimos a la caridad y tuvimos que aprender a sobrevivir por nuestra cuenta. Fue duro al principio, ya que estábamos acostumbrados a otro tipo de cosas y no sabíamos hacer simples tareas como cocinar, mas no nos retractamos y aprendimos a ser independientes.

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