Isabel

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Nadine tenía 25 años y su esposo ya iba a cumplir los 54. Cada día se quedaba sola en su departamento mientras él trabajaba. Cuando él volvía, ella seguía sola. No tenían hijos y su vida era patéticamente vacía.

Entonces, un día de julio, mientras el frío pintaba todo de blanco afuera, y adentro solo existía el gris, Nadine, con la cara pegada a la ventana, no vio solamente nuevos vecinos cambiándose al departamento de al lado, ella vio esperanza, amistad, alivio a su alma. Después de un mes ella volvió a sonreír, pasaba toda la tarde conversando con Isabel, que por coincidencia tenía su edad y un marido también mayor e igualmente ausente. Su amistad le devolvió la vida. Ahora escuchaban música juntas, veían películas, y hasta planeaban su viaje soñado en nave por lejanos mares. Casi podría decirse que ella era feliz.

Pero su marido quedó sin trabajo, y estando él en casa, nada era igual. Nadine sentía que él la perseguía, la vigilaba, la controlaba. Hasta que ella ya no pudo más con todo esto, y un día de enero por la noche, mientras su marido dormía, en el baño ella escribía una carta de despedida a su única amiga. Al día siguiente, cuando la policía vino a buscar su cuerpo ya sin ni una gota de sangre, aquel pobre hombre estaba sentado en el piso, del único departamento habitado en aquel edificio abandonado. Tenía un papel en sus manos, pero nunca supo quién era Isabel.

 Tenía un papel en sus manos, pero nunca supo quién era Isabel

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Un viaje a través de mis MicrocuentosWhere stories live. Discover now