Capítulo 26.

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—¡Camina! —grita, ofuscado.

—Lo hago tan rápido como puedo —alego, intentando seguirle el paso.

Sus piernas son mucho más largas que las mías, por ello recorre mayores distancias con menor número de pasos.

—Pues esfuércese más.

—No puedo. El vestido es muy pesado y las sandalias muy altas.

—Entonces quíteselas, pero necesito que se mueva. Hay que llegar a la frontera con Cromanoff antes del amanecer.

—¿Es posible hacer eso? —pregunto, desabrochándome los zapatos.

—Solo si mueves esas piernas más rápido. No entiendo cómo pudieron dejarme y como si fuese poco, con usted.

—¿Y qué haremos cuando estemos allá? —Ignoro su insulto.

—Pues viajar a Lacrontte. Mi reino no limita con Grencowck, pero el del idiota de Fulhenor sí. La guardia verde nos dejará pasar, pero debemos movernos con agilidad, antes de que se corra hasta la frontera el rumor del robo y nos tomen como prisioneros.

—¿Conoce usted bien la ruta?

—Sí, así que cállese y camine.

—¿Cuándo lleguemos me dejará ir?

—¿Sabe? Puede irse desde ahora y así me libro de usted.

—No. Quiero irme con Camille, al menos con ella. ¿Pudieron tomar todo el oro que quería? —no responde, solo asiente —. Me alegra, porque el rey Aldous es un degenerado.

Continúa sin hablar, así que aprovecho para intervenir de nuevo.

—¿Qué hará con el oro?

—Gastarlo en mí y en el reino.

—¿Ya ha robado oro antes? —vuelve a asentir sin mirarme —. ¿A quién?

—A ustedes. —Me recuerda ese dato. Por él es que nuestra economía está por el piso.

—El rey Gregorie sugirió que podría llevarme cualquier joya que encontrase en la bóveda, pero no había ninguna. ¿Me dará alguna cuando lleguemos a Lacrontte?

—No. —Puedo sentir la molestia en su voz.

—Entonces puedo quedarme con la daga. Es bonita.

—¿No se cansa de hablar? —Se detiene iracundo, enfrentándome —. No quiero escucharla ahora ni en las próximas horas. ¡Cállese la boca!

—Simplemente, intento hacer la ruta más amena.

—Estamos en problemas y usted nada más quiere conversar. Déjeme en paz y camine en silencio si no quiere que la deje aquí tirada.

—No me amenace. Recuerde que aún tengo la daga para defenderme.

Se mueve y en un parpadear se abalanza sobre mí, llevándonos a ambos al suelo. No me hiero la cabeza porque mide la fuerza de su embiste, sin embargo, me baja rápido, pero con cuidado. Empiezo a patalear cuando toma mis brazos y los levanta sobre mi cabeza, sosteniéndolos por las muñecas con una de sus manos. Se arrodilla a mi lado mientras pone su pierna derecha sobre mis muslos, inmovilizándome, para con su mano libre tomar la daga escondida encima de la abertura del vestido.

—Ahora quien tiene la daga, soldado —se mofa, enseñándomela —. Deje de colmar la paciencia que sabe que no tengo.

Se levanta y me deja acostada sobre la arena, ensuciando mi traje y mi cabello. Me incorporo molesta, viendo como ya ha comenzado a avanzar, dejándome atrás. Tomo mis sandalias del suelo y se las lanzo a la espalda, furiosa por su ataque.

El perfume del Rey. [Rey 1] YA EN LIBRERÍAS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora