37. Otra Magia

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Desde que firmáramos con Vector, Mariano nos mantenía reservada una sala de ensayos con estudio de grabación por tres horas, tres días a la semana. Era un antiguo conventillo restaurado en San Telmo, al que se entraba por un recibidor diminuto, donde siempre había una recepcionista joven y bonita, generalmente rubia. El recibidor daba acceso al área común, una habitación enorme con sillones y mesas bajas, máquinas de bebidas frías y calientes y snacks. A un lado del área común había dos puertas que, hasta donde yo había visto alguna vez, pertenecían a dos oficinas chicas. El resto de las habitaciones se alineaban tras el área común hacia el interior de la construcción. Se abrían en hilera a la derecha de un pasillo abierto, techado. Un patio de baldosas bordeaba el pasillo por la izquierda, con algunos canteros que nunca tenían ninguna flor pero desbordaban de colillas de cigarrillos, y un árbol gomero.

Al pasillo y su patio se abrían dos salas de ensayo completamente equipadas y acustizadas, y al final del pasillo había una tercera habitación dividida en cuatro cubículos, donde los clientes regulares podíamos guardar nuestros equipos e instrumentos. La sala de ensayos del fondo era la más grande, el estudio con su sala de control correspondiente.

Era obvio que teníamos suerte de que la sala estuviera abierta a las once y media de la mañana, y por supuesto que ningún rockero que se precie estaría ensayando a esa hora de la madrugada. Teníamos reservada la sala estudio a partir de las tres, pero como no había nadie usándola, la rubiecita de turno no puso objeciones en que la ocupáramos antes.

Así que guié a Ray al cubículo donde guardábamos nuestros escasos instrumentos. Señaló de inmediato la Texas con la Ø dibujada con marcador negro.

—Ésa es tu guitarra.

—Sí, toma el estuche rígido, es nuestro repuesto.

—¿Tienen una Fender de repuesto? —exclamó, abriendo el estuche.

—Sí, todos tenemos instrumentos baratos, así que la Fender es demasiada calidad para nuestro sonido.

Nos colgamos las guitarras al hombro riendo y fuimos a la sala estudio. Lo invité a elegir ampli y para mi sorpresa se fue derechito al Marshall, dejándome el Fender. Echó un vistazo a los pedales disponibles, eligió dos para él y uno para mí.

—No sé usar pedales, Ray.

—Dame el gusto —replicó, tendiéndome el cable con una sonrisa—. Prueba ése por hoy y luego me dices si te gustó.

—Sí, cariño.

Afinamos, probamos, me enfrentó alzando las cejas.

—¿Qué tocamos? Y ni pienses mencionar una de las nuestras.

Mi mente eligió ese preciso momento para colgarse del ventilador de techo y hacer una panorámica de la situación: sala estudio bastante profesional y Ray Finnegan con una Fender, preguntándome qué quiero que toquemos. Sí, claro, por supuesto. Y después se queja de que a mí se me caiga la mandíbula de asombro cada cinco minutos.

Él entendió mi sonrisita idiota y decidió tomar las riendas del asunto. —Demos una vuelta, así no soy peso muerto cuando lleguen los demás. ¿Tienes para anotar?

Revolví mi mochila y le di mi libreta y una lapicera. —¿Quieres que te pase acordes?

El guitarrista de la década me guiñó un ojo. —Sé todos los tonos de tus canciones. Sólo quiero tomar unas notas para relacionarlos con los punteos.

—Oh...

A cualquier otro me le hubiera reído en la cara, con él me puse colorada, porque lo creía muy capaz de haberse tomado el trabajo de sacar mis canciones. Él. Mis canciones. Dios.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now