70. La Mesa

75 20 22
                                    

Te llevaste la botella a la boca y te detuviste antes de tomar. Estaba vacía. La dejaste sobre la mesa de luz, apagaste el velador. Me asustaba percibir todo con tanta claridad, saber que me ibas a besar la frente y sugerir que nos fuéramos a dormir. Me estrujaba el pecho de miedo, como todo lo que venía sintiendo desde que hiciéramos el amor un rato antes.

A esta altura, habría acogotado a tu puto amigo Terry y le habría prendido fuego a su puta plantación de hierba, con su efecto que no parecía terminar de pasar nunca.

Había tomado cerveza para tratar de atenuar lo que quedaba actuando en mi organismo, pero no había servido de nada. Estaba lúcida desde un rincón poco visitado de mi cerebro. Uno que me proponía seriamente no volver a visitar nunca más. Porque no quería que todo resultara tan obvio y comprensible, natural, inevitable. No quería que mis emociones me ahogaran de esta forma, siendo consciente como nunca antes de que eran tan en vano.

Otra vez.

Como siempre.

Peor que nunca.

Y por supuesto que me rozaste la frente con los bigotes, no con tus labios, y murmuraste con voz pastosa, "Vamos a dormir, nena."

Obedecí en silencio, porque si llegaba a abrir la boca no iba a poder callarme. Te di la espalda, me encogí por dentro cuando te deslizaste bajo las sábanas, me encogí aún más cuando tu brazo rodeó mi cintura por pura costumbre y me arrimó a tu cuerpo. Me tapé la boca con la mano, dientes y párpados apretados. Me estremecí en el esfuerzo por contenerme. Pensé en levantarme de nuevo, irme a dormir al sofá, vestirme y salir a caminar en plena noche bajo la lluvia. O mejor aún, agarrar mi mochila y volverme a casa.

No quería sentir más.

Si no hacía algo, me iba a morir ahí mismo. Se me iba a terminar de romper el corazón y me iba a morir.

Nadie tendría que sentir tanto. Tendríamos que tener alguna clase de vacuna para protegernos, o algún mecanismo interno para evitarlo.

Tal vez sea eso que llaman instinto de conservación, o sentido común.

Un rato antes, en el preciso instante en que me empujabas al clímax por enésima vez en los últimos dos días, supe que aquello estaba mal.

Y supe también que era esta incapacidad mía, esta alergia terminal que le tengo a la felicidad. Y quizás también al amor. Siempre sospeché que estoy fallada, que soy mercadería emocional defectuosa. Por eso vivo metiéndome en estas situaciones descabelladas, y en cuanto amenazan con salir bien, me las arreglo para evitarlo.

Con los años y la vida, fui aprendiendo a elevar esa tendencia a nivel de arte, y a esta altura soy infalible: sólo me atraen esas situaciones que por definición no tienen ninguna chance de salir bien, así como por definición una mesa no puede ganar maratones.

Así que acá estoy, por supuesto, en medio de mi segunda noche de sexo, droga y rockanroll con este hombre, que decidí que era el amor de mi vida justamente porque no existía la menor posibilidad de que entrara en mi vida.

Y entrás de puro contrera que sos. Y lo que es peor: con la excusa de necesitar consuelo, se te ocurre hacerme feliz. Y lo que es todavía infinitamente peor: por supuesto que lo lográs.

Pero para mí, estar con vos es como tocar la mesa con la varita mágica, darle un alma, darle vida y ganas de correr. Por más que quiera no puede, y si lo intenta demasiado, algo se va a romper, su cuerpo viejo de madera o su alma nueva de corredor.

Así estoy con vos, tratando de no quebrarme en el intento de amarte y ser feliz. Lo único que me mantiene de una pieza es que no aceptan mesas en las maratones. Es que por más que quieras, no podés amarme. Y por más que yo proteste, tu famosa máxima es cierta: sólo hay dos finales posibles para una historia, el feliz y el realista. Por eso estoy acá con vos. Y ahora lo sabemos los dos. Vos también terminaste de darte cuenta y saliste corriendo a emborracharte.

Es uno de esos momentos en los que mataría a tu esposa. ¿Ex? No, no es tu ex porque vos todavía la sentís como tu mujer.

La odio. Por hacerte algo así, por dejarte, por atreverse a mirar a otro tipo teniendo al mejor hombre del mundo rendido a sus pies. Por herirte tanto y tan hondo. Y por empujarte a mis brazos. Porque es como si lo hubiera orquestado todo en secreto para que nos conociéramos y nos acercáramos, dándonos todas las excusas del mundo para estar juntos.

Y por supuesto que te odio a vos también. Por ser el mejor hombre del mundo. Por amarla tanto y sin remedio. Por entrar en mi vida contra absolutamente todas las probabilidades. Por ser incapaz de amarme, y a pesar de todo, desvivirte por darme cuanto esté a tu alcance para hacerme sentir bien. Y más que nada, te odio por lograrlo.

Pero más que a ustedes dos juntos, me odio a mí misma.

Por estar tan fallada. Porque alguien incapaz de vivir un amor simple, sin pretensiones, es sencillamente incapaz de amar. Y ésa soy yo. La que sé que estoy fallada pero no acierto a saber dónde, en qué, para al menos poder elegir solucionarlo o reconocerme un desastre terminal por propia voluntad. La que sólo se siente atraída por estas cosas complicadas, imposibles, que no pueden ofrecer más que la gran Churchill: sangre, sudor y lágrimas. Como si no pudiera vivir sin mandarme cagadas y sentirme tan mal, víctima y culpable al mismo tiempo.

Porque estoy harta de estar sola. Estoy harta de ser incapaz de inspirarle amor a nadie. Saber que siempre voy a terminar sola y lastimada de nuevo porque no sé estar de otra manera. Y no hay una puta persona en todo el puto mundo a la que le interese mostrarme cómo las cosas pueden ser distintas.

Y estoy harta de ser siempre la que comprende, la que acepta, la que se conforma. Comprendo que estás herido, acepto que busques consuelo en mí, me conformo con el rol descartable de aspirina. Comprendo que me vas a dejar cuando la aspirina termine de hacer efecto, acepto la perspectiva de que eso ocurra, me conformo con los recuerdos que me queden de haber estado a tu lado.

Es muy lindo vivir momentos inolvidables.

Pero estoy harta de recordarlos sola.

Y sin embargo, ¿qué tengo realmente para darte?

Nada. Sólo insatisfacción, ansiedad, miedo, errores. Una precisión a prueba de balas para decir las peores cosas de la peor manera en el peor momento. Un método infalible para no mostrar nunca lo que siento realmente cuando lo siento. Una incapacidad patológica de pedir ayuda.

Son esos momentos en los que me falta el aire y siento que me muero de pena, de angustia, de soledad. Y empiezo a llorar pero la tristeza se me hace bronca. Y miro para arriba y les pregunto si será posible que todo sea siempre culpa mía. Les ruego que aparezca alguien a quien querer, alguien que me quiera. Y entonces me pregunto qué hacer si ese alguien aparece. Cómo aprovechar la oportunidad del amor, qué hacer para no arruinarlo todo, cómo no apresurar las cosas, cómo no esperar más de lo esperable, no exigir de más, ser honesta, dar, recibir.

Y bajo la vista suspirando, porque todas esas preguntas explican por qué las mesas no ganan maratones.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now