69. La Noche del Alma

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Esa noche, mientras improvisaban un bocado para echar algo al estómago, C trató de explicarle en inglés el significado de la expresión "te quiero", ese escalón intermedio en español que no llega al amor pero lo araña de cerca, y que en una pareja implica también deseo. Esa mezcla de las expresiones en inglés "te deseo" y "me importas". Esa palabra que se dicen los amantes cuando admiten que sienten algo por el otro.

Y cuando Stu le preguntó si era lo que ella le diría para hablar de sus sentimientos en su propio idioma, ella había meneado la cabeza con una sonrisa un poco triste.

—No, ya quisiera, pero eso quedó atrás hace mucho para mí.

—¿Ya quisieras? —repitió Stu.

—Sí, porque hay esperanza de retorno de 'te quiero'. Pero me temo que yo estoy de rodillas y hasta el cuello en 'te amo' contigo.

—¿Y no hay esperanza de retorno de eso?

—¿De amar? No lo sé, ¿tú qué crees?

Y más tarde, mientras la besaba agitado, perdido en su cuerpo una vez más, sus palabras resonaron en sus oídos con demasiada claridad para lo que estaba sintiendo. Entonces tuvo la certeza, como una sensación repentina pero aguda, de estar viviendo algo que nada podría empañar con olvido en el futuro. Y era una noción tan clara, tan concreta, que por un instante le cerró el estómago de miedo. Y ese miedo se mezcló con el placer en algo diferente, que lo estremeció de pies a cabeza, empujándolo a un revoltijo de sensaciones y emociones del que sólo emergió cuando su cuerpo logró detenerse, tembloroso y sin aliento, todavía sacudido por la intensidad de todo lo que acababa de sentir.

C rodó a un costado y permaneció tendida de espaldas, los ojos cerrados, una mano caída sobre el pecho todavía desbocado. Stu permaneció a su lado, agitado y transpirado como ella, mirando sin ver el cielo raso con un tumulto de palabras odiosas en su cabeza, alineándose en preguntas aún más odiosas.

¿Qué hacía allí? ¿Por qué había buscado todo esto? Ella tenía razón: no había regreso ni escape cuando el amor era verdadero, y él aún amaba a Jen. Entonces, ¿para qué promovía, en ambos, sentimientos que sólo podían terminar lastimándolos? ¿Qué clase de escapismo absurdo era éste, de entregarse a semejante espejismo? ¿Acaso buscaba una nueva pena para sustraerse al dolor que casi le había costado la vida sólo seis meses atrás? ¿Que Jen hubiera destruido su vida le daba derecho a destruir la de esta mujer? ¿Por qué la quería cerca? ¿Por qué quería sentir a cada paso que ella lo amaba, si él nunca correspondería sus sentimientos?

Su mano cayó de la cama a manotear la botella de vino que dejara junto a la mesa de noche, en la alfombra, y apenas la alzó supo que estaba vacía. Se obligó a levantarse, apretando las mandíbulas para ignorar su agotamiento. Pensó en avisarle a C que iba al baño. No lo hizo.

Cruzó la habitación con paso cansado, de espaldas a ella y a todo lo que acababa de experimentar.

Fue a la cocina a abrirse otra botella de vino y se metió al baño. Abrió la ducha, ni siquiera esperó a que el agua se calentara. Tembló bajo la lluvia apenas tibia, llevándose la botella a la boca, los ojos cerrados con fuerza. Bebió con ansiedad, para atontarse, para dejar de pensar, para dejar de sentir. Para dejar de desear tantas cosas inútiles y contradictorias.

Apenas salió del baño oyó el sonido dulce, claro, de un piano mezclándose con el rumor de la lluvia. C se había levantado y escuchaba música en el comedor a oscuras. Baladas tristes, registró su cerebro embotado de vino y calor. Encontró sus bermudas, se vistió haciendo pausas para seguir bebiendo, se dirigió al comedor sólo porque había dejado los cigarrillos sobre la mesa.

Hubiera deseado estar solo.

Ella estaba sentada en el sofá. Fumaba acodada en el respaldo, la vista perdida en la oscuridad fría, ciega, allá afuera. Ni siquiera pareció advertir que él estaba allí. La vio apagar el cigarrillo, tomar un trago de una cerveza recién abierta, prender otro cigarrillo a tientas.

Estuvo a punto de hablarle, pero se dio cuenta de que era sólo un impulso de inercia y no lo hizo. Para qué, si no tenía nada que decirle. La vio mover los labios en silencio, cantando para sí misma lo que estaba escuchando. Tomó sus cigarrillos y su encendedor, le dirigió una última mirada para cerciorarse de que no lo seguiría, regresó al dormitorio.

Acomodó las almohadas y se recostó en la cama revuelta con un hondo suspiro. Estiró las piernas, se demoró allí, en su mano la botella que se iba vaciando, los cigarrillos a su lado en la mesa de noche, bajo el cono de luz ambarino de la lámpara. Oyó unas pocas baladas más sin prestarles atención. Parecían todas iguales.

Luego un silencio pesado llenó la casita junto al mar. Las sombras se hicieron más densas, acuciantes. La lámpara de noche apenas lograba mantenerlas a raya, faro diminuto, obstinado, inútil, en la noche de su alma.

C entró al dormitorio sin ruido, una sombra entre las sombras, un fantasma silencioso que trepó a su cama y no le pidió permiso para acurrucarse entre sus brazos.

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