80. Menú

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El mozo regresó, armado con su mejor paciencia profesional. Las parejas siempre demoraban en ordenar, sobre todo si era la primera cita, como se notaba que era el caso. Y su experiencia le había enseñado que las sonrisas risueñas proyectaban la demora en relación directamente proporcional a la edad de los clientes. O sea: cuanta más edad, más tardaban.

En esa mesa, la mujer se resistía a soltar un ramo de lirios dignos de exposición, oliéndolos con una discreta sonrisa de sueño hecho realidad.

Y el hombre... Ahora que lo miraba, le recordaba a un poster en el dormitorio de su hijo mayor. El hombre se había acodado en la mesa, la cara apoyada en una mano, la otra sobre el mantel, esperando que ella se dignara a tomarla. Entre la barba y el bigote asomaba una de esas sonrisitas que hablaban de deseo que se negaba a apresurar nada, los ojos claros fijos en la mujer con aire embobado.

El mozo no apartó la vista de ellos, sabiendo que si lo hacía, hallaría la mirada del encargado del salón fija en él como un taladro. Tomó anotador y lápiz con la vaga esperanza de que la pareja advirtiera su presencia antes de que él recibiera el telegrama de despido.

La mujer alzó la vista hacia él, arrastrando la atención del hombre, y el mozo se transformó en una presencia tangible, con autorización para perturbar su paraíso privado por cinco minutos.

El hombre abrió su carta y notó que ella no lo hacía.

—¿Ya sabes qué ordenarás? —le preguntó en inglés en voz baja, tranquila.

Ella asintió, su sonrisa capaz de desintegrar el iceberg del Titanic a pura felicidad, y se volvió hacia el mozo.

—¿Tienen rabas? —preguntó, acento 100% argentino y porteño.

—Sí, señora.

—¿Y mayonesa de ave?

—De atún —respondió el mozo, porque su trabajo era como una negociación para liberar rehenes: estaba prohibido decir que no.

Lo bueno de atender primeras citas era que eran clientes a prueba de mal humor.

—De atún, entonces. Y una Coca.

—¿Pepsi puede ser?

La mujer le dirigió una mirada de reproche y volvió a sonreír tres segundos después. —Pepsi —suspiró.

—¿Y de plato principal?

—Ése es el plato principal.

El mozo anotó todo muy serio y se volvieron los dos hacia el hombre, que se había olvidado del menú tan pronto ella abriera la boca.

—¿Qué me recomienda? —preguntó para acortar el trámite.

—Trucha, señor —respondió el mozo sin vacilar, ni en su inglés ni en su respuesta.

—¿De dónde traen las truchas? —inquirió la mujer.

El mozo se tragó las ganas de fruncir el ceño y recordó que había leído los sobres sellados en la cocina. —De un criadero en el río Limay. —Como si eso fuera a ilustrarla.

Pero ella esbozó una sonrisa radiante y asintió ante la mirada interrogante del hombre. —Eso es cerca de mi pueblo —dijo.

—Entonces escoge tú el plato —terció el hombre.

—Trucha en salsa blanca al roquefort —le pidió la mujer al mozo, volviendo a sonreír entre los lirios. Y su expresión avisaba que si no tenían ese plato, esa noche lo tendrían. Miró de nuevo al hombre—. ¿Vino blanco?

—Buena idea. ¿Conoces alguna de estas marcas?

Otra vez, la mujer ni siquiera miró la carta. Y el mozo supo que si pedía una marca que no tenían, ella esperaba que recorriera la ciudad hasta encontrarle una botella.

—¿Trabajan Bodegas del Fin del Mundo?

El mozo ocultó un suspiro de alivio y asintió.

—Un Reserva Chardonnay, por favor. En un balde con hielo.

—¿Les puedo ofrecer algo más?

—¿Quieres alguna otra cosa, Stu?

La expresión del hombre dejó claro que lo único que quería era a ella.

—Con eso estamos bien, gracias.

El hombre tomó las dos cartas y se las devolvió al mozo. Sus ojos regresaron a la mujer, y su expresión indicaba a las claras que habría comido vidrio molido en salsa de arsénico si ella lo hubiera sugerido. Porque también era evidente que ella jamás haría algo así.

El mozo se alejó de la mesa con un suspiro de sana envidia.

A Este Lado - AOL#2Where stories live. Discover now