CAPITULO TRES - SEGUNDO ACTO.

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—Un buen sábado por la mañana, Sara se encontraba en casa. Como todos los días. Sara, había decido quedarse conmigo, había decidido ser la mujer buena; aquella que realiza todos los quehaceres, aquella que siempre luce frágil, delicada y hermosa. Sara, había logrado hacerme sentir aquello mágico llamado amor.

—Pero, ¿cómo fue entonces que todo ese amor pudo convertirse en odio?.  Porque, déjeme decirle señor Luther, que la escena encontrada no fue para nada agradable.

Aprieta suavemente su mandíbula, desviando así ligeramente la comisura labial.

—Escuche. Aún no hemos llegado a ese punto. —Toma una bocanada de aire. —Para que pueda entender, es necesario expresarle las cosas en detalle.

Asiento ligeramente y él decide continuar. —Era un siete de enero, precisamente el cumpleaños de esa mujer que había despertado una chispa en mi. Prometí a mí mismo sacar la mejor cara y actitud posible, sin importar que el hielo que llevaba por dentro, comenzaba a quemarme, a listamarme.

—¿Aquel hielo? —Cuestiono de manera confusa a lo que él suelta una pequeña risa.

—Ese hielo que me hacía ser una persona fría, pero que con solo verla a ella, hacia posible que aquel hielo se derritiera.  —Sonríe, y podría jurar que es la primera vez que lo he visto hacerlo. —Reserve en el mejor restaurante de California, le dejé ropa nueva; un hermoso vestido y prendas a lucir junto con ella, pues quería que Sara se sintiera la mujer más hermosa del planeta. 

》Se hacían las once y cuarto, aproximadamente la hora del almuerzo. Me dirigí a una tienda no muy lejos de mi heladería, llegue, entré y pregunté por las rosas más rojas y hermosas que pudieran haber.

Frunce los labios.

》Ahí, conocí a Camila; la chica rubia que atendía. Era una joven simpática, entusiasta y con toda la alegría del mundo. "¡Hola!, soy Camila. ¿En qué puedo ayudarte?" Fueron palabras suficientes para que mis ojos se posaran sobre ella. Obtuve mis flores y con ellas, el número de la rubia coqueta quien me las vendió.  Agradecí amablemente, y mintiendo como un sinico cuando me preguntó quién era la dueña de tan hermoso ramo. "Mi madre", dije sin una pizca de remordimiento.

》"¿Iras con ella en estos momentos?", preguntó mordiéndose los labios y acomodando su pronunciado escote. Chasqueé los labios, era la hora de almuerzo, la hora en la que comía con mi mujer como todos los días. "No", mentí rápidamente.  "De hecho, iré a almorzar.  ¿Quieres venir conmigo?" Pregunté con una sonrisa coqueta, a lo que ella respondió rápidamente con un sí.  Cerró el local y se marchó conmigo.

—La joven desfigurada, ¿es Camila? —Pregunto anonadado.

—No. Esa es una historia diferente. —Me observa fijamente. —Camila, es la chica a la que le rompí el cuello después de haberle dado eso que ella tanto quería. —Pestanea. — Camila, es la chica a la que dejé tirada en un pantano después de haberle dado la follada de su vida.

—¿Cómo?

Coloca las piernas una encima de la otra.

—Fui ingenuo, debo admitirlo. Nos dirigiamos a un restaurante de comida rápida, tenia otros planes con ella. Sin embargo, ella decidió optar por recorrer sus manos por mi cuerpo, tocando hasta lo más sensible de mi. Nos pusimos de acuerdo y la lleve a un lugar, con la excusa de que ahí encontraríamos la privacidad que ella deseaba.

》El camino era largo, nos encontrábamos a mitad del camino. Ella se desvestia y yo cada vez más me sentía desconcentrado. Estacioné mi vehículo a un costado, en medio del bosque.  Le quité lo poco que traía puesto, su sostén salmón que cubría unos senos enormes rosaseos, a los que tome en mis manos y jugué con ellas. Bese todo su cuerpo y recorrí cada parte de ella con mi lengua hasta que su cuerpo me pidió penetrarla.

—Señor Luther, ¿cómo la mató?

La chispa y brillo que tenia en su mirada rápidamente se apagó.

—Estábamos justo en el momento del clímax, cuando ella, de la nada,  dijo.. —Establece unos segundos de silicio. —"Alex".

—¿Eso desató su furia?

—Más que eso, señor detective. Me hizo sentir como una diminuta cucaracha, una escoria andante. Ella no parecía darse cuenta de lo que había hecho, hasta que la tome por el cuello y la perra gemia de placer.

》Fui estableciendo cada vez más presión y ella comenzaba a notarlo, pues llevó ambas manos hasta donde estaban las mías, al rededor de su cuello. Camila lucho con las pocas fuerzas que le quedaban, arrunio mis manos con la gata asquerosa que era. Salí de ella, me vestí y rápidamente le di un pequeño empujón para asegurarme de que ella ya no estuviera con vida. Tanto era el asco que me generaba, que sin saberlo, terminé escupiendo encima de ella.

》Mi mujer me esperaba en casa, lo que significaba que debía deshacerme lo más rápido posible de su cuerpo.

El gusto rojoWhere stories live. Discover now