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CAPÍTULO UNO

EL PRADO // LA JAULA ADOLESCADA

Perséfone observaba el campo de flores, el viento agitaba los altos tallos lánguidamente como un océano tirando de la orilla

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Perséfone observaba el campo de flores, el viento agitaba los altos tallos lánguidamente como un océano tirando de la orilla. El cielo era claro y azul brillante, el sol colgaba en su punto máximo antes de comenzar su descenso hacia el horizonte. Las aves se abalanzaron en el aire, sus chirridos como una dulce melodía. Era un perfecto día de verano.

Igual que todos los días. 

Perséfone  se agachó y  acarició el botón de un ranúnculo amarillo que se encontraba anidado en lo más profundo de la multitud de flores. Los restos de rocío de la mañana todavía se aferraban a la curva de los pétalos, goteando en la hierba como miel dorada. Con una gota que colgaba precariamente de la punta de un pétalo, Perséfone frotó el rocío en el dorso de su mano y observó cómo el sol se reflejaba en esta, hasta que su piel quedo seca nuevamente. 

Ella echaba de menos la frialdad del rocío contra su piel. Lanzando una mirada al cielo brillante, ella pensó.  Pensó en  nubes bordeadas de ceniza negra, tragándose el sol y serpenteando a través de los cielos en tentáculos de tinta. Pensó en  nubes que cubrían la tierra con su rabia amarga en torrentes helados hasta que la tierra no podía absorber mas y ahogaba hasta el último botón dorado.

Ella sintió una gota. Luego otra.

La lluvia caía cada vez más rápido y el suelo se la bebía ávidamente. Perséfone se preguntaba cuánto tiempo había estado privado de agua y  muerto de sed en esta tierra de verano eterno.

Las nubes que se habían reunido no eran tan oscuras como la que Perséfone había imaginado cuando conjuró la lluvia, pero aún así  bloqueaban los rayos del sol con una fina capa de gris.

Ella estaba empapada. La lluvia caía en una cascada continua y Perséfone inclinó la cabeza hacia atrás, dándole la bienvenida a las gotas para que salpicaran contra sus mejillas, su nariz, sus labios. Ella quería tomárselo todo.

Extendiendo una mano ahuecada para atrapar las gotas, un pájaro aterrizó en su palma y sus garras se hundieron en su piel. Sus plumas estaban empapadas y  enmarañadas, el color blanco prístino casi plateado bajo la lluvia. El ave inclinó su cabeza y la observo fijamente con ojos brillantes  antes de soltar el agarre que sostenía en su mano y aletear, enviando un chorro de agua detrás de ella. Perséfone lo miró mientras se entremezclaba entre las gotas  de lluvia hasta volverse nada más que una mancha gris en la distancia,  una sensación de mareo burbujeando en su pecho.

Con el cabello pegado a la cara,  Perséfone se rió con un cálido sonido de tintineo que hizo crecer tallos verdes de la tierra, convirtiéndose en un parche de rosas rojo sangre. El rojo la fascinaba, nunca había visto un color tan rico, tan profundo, pintado en los pétalos de las flores. Extendió un dedo y lo rozó contra la parte superior de los pétalos como si estuviera sacando música de una copa de vino, Perséfone se maravilló del bulbo florecido sentada en los tallos cubiertos de espinas. Los llevaban orgullosos. Hablaba de belleza y poder y todo lo que estaba en medio.

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