VIII

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CAPÍTULO OCHO

LAS SEMILLAS MALÉVOLAS // LA FRUTA DELICIOSA

LAS SEMILLAS MALÉVOLAS // LA FRUTA DELICIOSA

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Ella había nacido para ser reina.

La idea cruzó su mente fugazmente mientras se entregaba a una cosa que no se había permitido hacer antes. La vanidad. Perséfone se miró en el espejo de cuerpo entero, satisfecha con la imagen que este le devolvía. Ella siempre supo que era hermosa, nunca fingió no darse cuenta de ello o actuar humildemente. Le molestaba su belleza, sí, pero solo porque servía como el envoltorio perfecto para la caja en la que estaba atrapada. Porque no había nada que pudiera hacer más que sentarse con la espalda recta, las manos cruzadas sobre el regazo y sonreír. Sonreír y  verse bonita con bonitas flores tejidas en su bonito cabello. Lucir bella mientras los hombres deleitaban sus ojos con su cuerpo, la lujuria acumulandose en los pozos más profundos de sus almas. Se había visto obligada a mirar a los monstruos que asomaban la cabeza para saludarla.

Ahora el único hombre que deleitaría sus ojos con su figura sería su querido esposo.

"Hades, ¿qué opinas de este?" Ella se dio la vuelta y lo miró expectante. La tela oscura de su tunica de seda complementaba la palidez de su piel y abrazaba su cuerpo como un guante. La hacía parecer regia. El brillo inmortal de su eterna juventud como una gema brillante. Hades avanzó y se puso a su lado. Juntos, se veían imponentes, espléndidos. Los diamantes y rubíes en sus coronas captaban la luz, brillando intensamente.

"Digno de una reina." Dijo, mirándola a los ojos a través de su reflejo. Perséfone sonrió y le dio un suave beso en el hombro.

Se movió por la habitación cual paloma, la guirnalda de asfódelos sobre su cabeza rebotando con cada paso. Se aseguraba de usarla todos los días alrededor de su corona, un símbolo de su estatus, de su poder, de su amor por su esposo y su reino. Perséfone se inclinó sobre el arcón al pie de la cama y cogió el chal de seda dorada. Brillaba con motas de oro, el brillo del polvo de estrellas se reflejaba en sus ojos plateados. Brillaban verdes, de vez en cuando. Especialmente cuando ella se abría camino a través de sus jardines. No se reconocía a sí misma, pero al mismo tiempo, sentía como si finalmente se hubiera liberado y transformado en quien siempre debio ser.

Juntos salieron de la habitación, entretenidos con conversaciones banales. Ella se reía de sus comentarios burlones sobre el voyeurismo de los dioses del Olimpo, los muchos problemas que podrían evitarse si solo Zeus, su hermano menor, mantuviera su lealtad a Hera y cualquier otra información mundana que él había reunido durante los mucho siglos que había vivido. Ella debía verse tan tonta, pensó. Justo cuando la idea se abrió paso por su cabeza, se dio cuenta rápidamente de que no le importaba en absoluto.

Perséfone había descubierto que no era su labor juzgar las almas. Ya no.  Hace mucho tiempo, incluso antes de que ella naciera, Hades había concebido una forma mucho más efectiva de manejar el Inframundo. Transmitió la responsabilidad de juzgar las sombras a tres personas que consideraba más adecuadas y merecedoras. Estaba Éaco, el guardián de las Llaves del Inframundo y el juez de los hombres de Europa, luego Radamantis, que era el Señor del Elíseo y el juez de los hombres de Asia. El hermano de este último, el Rey Minos, a quien después de su muerte le ofreció el trabajo honorable el propio Hades, era quién tenía la última palabra sobre el destino final de las almas. Era puro genio, pensó Perséfone. Por muy comprensivo que fuera su señor esposo, él no era mortal. No veía las cosas a través de sus ojos. Y él quería ser justo. Los hizo juzgarse unos a otros. Es cierto que la carga de correr cada pequeño aspecto por sí mismo se había vuelto agotadora, pero no importaba.

PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora