III

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La suntuosa casa de campo de los de Lucas resplandecía bajo el cielo estrellado de la noche de octubre. Habían sido iluminados con farolillos de colores las terrazas y jardines, y brillaba la iluminación en los salones interiores a través de las amplias ventanas. Dos orquestas tocaban por turno y el paso incesante de los sirvientes llevando bandejas con copas de champagne, aumentaba grado a grado el calor de la fiesta. Sólo para Elizabeth parecían las lujosas estancias heladas y desiertas; iba de un lado a otro huyendo de invitaciones inoportunas, esquivando galanteos, atenta sólo a los rezagados que llegaban, cuando en uno de los saloncitos de música, la joven dueña Charlotte Lucas, hija única y heredera de la finca, casada con un alto funcionario, mayor veinte años a ella, salió al encuentro de sus queridas amigas Lizzie y Jane.
—¡Vaya! ¿Conque es aquí donde te metes para desesperar a tus admiradores?
—¡Déjame, Charlotte! —rogó a su amiga—. Ofrecí a tu amigo Wickham no bailar con nadie más que con él. Y tarda en llegar. Está de guardia.
—¿Y tú consientes? Siendo la hija de un ex coronel debías haber arreglado las cosas para venir con George.
—¿Te imaginas que manejo el batallón a mi capricho?
—Sé que George es incorruptible en asuntos de servicio —admitió Charlotte riendo—, pero también es el prometido más complaciente de la tierra, y con habilidad, te habrías salido con la tuya. Mi marido dice que las mujeres conseguimos todo cuando somos hábiles.
—¡Es tan extraño tu marido!
—Tiene teorías estupendas. Dice que para hacer feliz a una mujer, hay que acceder a todos sus caprichos, pero negarse rotundamente a todos sus deseos razonables.
—¡Qué horror! ¿Y te somete a ese régimen?
—Totalmente... y soy feliz; conmigo no puede fallar. Jamás tengo un deseo razonable.
Las tres rieron alegremente. Así las sorprendió Collins a quien, por encargo de su madre, debía vigilar a su hermana y llevarla a su lado en cuanto Darcy apareciera en el salón; pero el amo de Pemberley no se había dejado ver en la pista de baile. Charlotte informó a Collins, cuando éste mencionó al personaje, que se hallaba con su marido, en su despacho del piso de bajo, hablando de negocios como si no hubiera fiesta. Ni siquiera iba en traje de etiqueta; no pensaba, por lo tanto, entrar al salón. Collins advirtió que tenía que poner todo eso en conocimiento en su madre.
—¿Qué les pasa con él? —preguntó sorprendida Charlotte —; ¿les han dado ya el rumor de que está interesado en comprar las tierras de Loungborn?
Collins se sorprendió todavía más que nadie con la noticia... pero no quiso perder el tiempo y se alejó casi corriendo. Elizabeth miró a su amiga, con disgusto.
—Debo ocultarme de mamá y de mi hermano. No quiero que me echen a perder la noche. Necesito estar con George... es todo lo que me importa.
—Pero querida Prima, no me extraña que mi Tía quiera que hables con el señor Darcy, ya que me ha mencionado el personal a nuestros servicio en Longbourn de su generosidad con los menos afortunados.
—Así es Jane, el Señor Darcy es un tipo maravilloso, exótico, encantador, original en todo. Si yo no tuviera que atender a los invitados, no me habría movido de su lado. Es, además, la atracción de la temporada.
—¡Basta Jane, tu jamás ves un defecto en las personas, eres demasiado amable para con ese salvaje! Charlotte Sabes que a mí hasta su nombre me molesta.
—Eres tan extravagante como él, Lizzie —Charlotte rió—Y yo creí que justamente por eso estarías encantada de conocerlo prima Lizzie. ¿Dónde piensas esconderte?
—En el jardín, en las caballerizas, en cualquier parte.
Jane y Charlotte se alejaron a su vez, riendo, mientras Lizzie tomaba el rumbo del jardín y se tropezaba con George. Lo arrastró, feliz, mientras le explicaba, un poco sofocada por la carrera, el motivo que la impulsaba a no estar en los salones; pero de pronto, al cruzar la terraza, una puerta se abrió bruscamente, dando paso a la alta y arrogante figura de William Darcy, obligándolos a detenerse.
Se saludaron brevemente. Elizabeth no pensó siquiera en presentar a George. Tampoco lo esperó Darcy, quien advirtió a la joven, un poco alterada.
—Debo pensar que la casualidad me favorece. Justamente por encargo de su Padre iba a buscarla, señorita Elizabeth. En el despacho la espera.
—¿Mi padre? —exclamó Elizabeth atónita.
—Sí, y no necesita que se lo repita. ¿Señorita a su Padre lo ha revisado un doctor?
La expresión de la Elizabeth cambió totalmente. Sus mejillas al instante coloreadas por la ira, palidecieron y su mirada buscó la de George, con la angustia del desconcierto. Toda la rabia que la brusca aparición de Darcy le produjera, se desvaneció para dar paso a la alarma.
—Entremos. Me encargó que no le avisara a nadie más que a usted. Acababan de dejarnos solos cuando le ocurrió el accidente.
—¿Accidente? —repitió ella.
—Una especie de desmayo, pero ya pasó. Venga. Él no desea alarmar a nadie.
—Yo la espero aquí señorita Bennet—indicó Wichkam retrocediendo unos pasos.
Elizabeth entró corriendo a la habitación donde estaba su padre. El señor Bennet todavía tenía el rostro lívido, pero pudo sonreír a su hija y tranquilizarla.
—Vámonos a casa inmediatamente —exclamó Elizabeth.
—No... no. Rogué que te llamaran porque temí que fuera cosa grave y tuve el ansia de verte enseguida.
—¡Padre de mi alma... tiene las manos heladas... le tiemblan! Voy a buscar a Mamá y nos iremos enseguida a casa.
—Creo que su hija tiene razón, coronel —opinó Darcy.
Estaba de pie, frente a la tierna pareja que formaban el padre y la hija y nadie podría adivinar sus sentimientos a juzgar por su rostro frío y severo. Había, sin embargo, en su mirada, un noble interés sincero, que el viejo ex coronel agradeció.
—El señor Darcy ha sido demasiado amable, hijita.
La frase quedó truncada en sus labios cuando Stefanía Bennet y Collins entraron rápidamente. Hubo un momento de confusión, de gritos de asombro, de lamentaciones por parte de la señora Bennet, quien se empeñó en hacer creer que sólo por casualidad estaban allí; se mostró alarmada por el estado de su esposo; pero éste ya se había enderezado, ya hablaba normalmente, y pidió a todos que volvieran a la fiesta. Stefanía se quejó de que Darcy no pudiera entrar a los salones sin el traje de etiqueta, y acabó pidiendo que su hija y él se reconciliaran por el incidente en el invernadero.
—Perdónenme si aprovecho el permiso de Papá —dijo Elizabeth dando unos pasos hacia la puerta—. Dejé a mi pareja esperándome en la terraza, y ya empezó la pieza que le tengo concedida.
Apenas correspondió con una fría inclinación de cabeza a las palabras amables de Darcy, la señora Bennet disimuló con esfuerzo su desagrado, mientras Collins sonreía socarronamente.
—Perdone el aturdimiento de esa criatura, señor Darcy. —pidió Stefanía.
—No hay nada que perdonar. Yo también me retiro. Hablé lo suficiente ya con el Señor Lucas, y el Señor Joseph, mis respetos para su esposa Charlotte, lamento no disfrutar de su grata compañía, y a usted espero verlo a brevedad en su casa, señor Bennet.
Salió tranquilamente por la puerta que daba al vestíbulo, eliminando toda posibilidad de encontrarse con alguien. Los ojos de Stefanía relampagueaban.
—¡Vaya un proceder descortés de tu hija! ¡Dejar plantado al señor Darcy!
—El Señor Darcy no le interesa, Stefanía—comentó el señor Bennet—; tiene derecho a demostrar sus sentimientos. Pero, parece querida, que conocías ya al señor Darcy , por el modo familiar que le hablaste.
—Cierto... fuimos amigos en París, hace años, cuando yo era soltera a mis veintidós años y él un pobre muchacho de catorce años estudiante a cargo de mi familia, lo dejé de ver justo en ese año al casarme contigo.
—¡No lo sabia!
—No tiene importancia. Vamos, Collins.
Cuando quedó solo, el señor Bennet volvió a sentarse y se oprimió con las manos las sienes. Su rostro expresaba cansancio y sufrimiento. Movió dolorosamente la cabeza, mientras murmuraba.
—¡Usaré en defender a mi hija las pocas fuerzas que me quedan, mi Lizzie no será subastada!
Collins y su madre atravesaron los salones, buscando a Elizabeth. Al fin la descubrieron en un extremo de la terraza principal, bailando feliz entre los brazos de George Wickham.
—Me dejaría cortar la cabeza si no están hablando de petición de mano y de obtener el permiso de Papá sin que tú te enteres Madre—dijo Collins sin dejar de sonreír.
—¡Eso está por verse! —La señora Bennet estaba roja de ira—. ¡Quitaremos de en medio, como sea, a ese teniente pobre diablo que nos estorba! Procura enterarte de lo que hablan... míralos. Dejan de bailar y se sientan.
Collins obedeció la indicación de su madre, como siempre. Dio la vuelta y llegó a la terraza por el lado opuesto, ocultándose. La voz de su hermana y la de Wickham llegaron claras a él. Elizabeth contaba a su novio lo que había sucedido en el despacho de los Lucas.
George no era enemigo de Darcy y lo admiraba por su apoyo hacia la clase de mayor pobreza, así como a la milicia, además aun cuando Darcy lo desconociera, el estaría eternamente agradecido con el Padre de este por su apoyo a sus estudios, por tal razón trató de quitar en Elizabeth la mala impresión que tenia de él, y después hablaron sobre la visita que debía hacer, al día siguiente al coronel para pedir su mano. Collins, desde su escondite, volvió a sonreír, por su perspicacia. Los novios mencionaron que esperarían a que la señora Bennet estuviera en camino a Londres para la petición de mano.
George Wickham aún vacilaba. Sufría un terrible complejo de inferioridad, pero Elizabeth se mantuvo inflexible, y el cedió, su amada era lo más importante en su vida.
—Es preciso que Papá sepa que nuestro amor es definitivo, que nada queremos el uno sin el otro, que sepa que toda mi felicidad está en ti, George... hay que ganar la batalla más importante en nuestras vidas mañana mismo.
—Te prometo que venceré mi timidez y déjate en claro mis intenciones honorables por obtener tu manos en matrimonio mi Lizzie... —ofreció él, rozando discretamente la mano de su novia.
Collins dejó su escondite y se reunió con su madre.
—Comprobadas mis sospechas —explicó—, Lizzie está enamorada del teniente, madre. Están dispuestos a jugarse el todo por el todo y mañana a las tres irá él a pedir la mano de mi hermana, confiando en que tú estarás en camino a Londres. Que podrá ofrecerle ese miserable teniente a Lizzie? "Mamá, seremos la vergüenza de la sociedad, arruinados y emparentados con un pobre teniente"
Stefanía hizo un gesto amenazador con su mano.
—Pues debemos pensar en el modo de separar con astucia a ese estúpido, de tu hermana. Tiene que casarse con Darcy.
—Pero, ¿No has pensado en que Darcy es áspero y rudo? ¿No temes que pueda llegar a ser cruel con mi hermana? Mamá el tiene treinta y cinco años, Lizzie apenas cumplirá diecinueve.
—¿Lo crees con una mujer tan linda como tu hermana? —Bueno, tiene una dureza en la mirada, pero no olvides que también un imperio... ¿Acaso crees que a mi me consultaron para comprometerme con un hombre veinticinco años mayor que yo, y al cual tuve que esperar a su regreso en batalla para unirme en matrimonio? Afortunadamente tu Padre compensaba su edad en libras. —Si ella sabe manejarlo, será manso como un cordero.
—Lizzie no tiene de diplomática, ni un pelo, Mamá.
—Pues que aprenda a serlo.
—Tienes razón; además, no la abandonaremos. Si como sospecho, nuestro señor Darcy ha de sacarse a pública subasta, podríamos irnos a vivir con ellos. He oído decir que Pemberley es un verdadero palacio, y siendo dueño de medio Derbyshire es digno de un cuento de las mil y una noches.
—Cierto..., sólo una vez estuve en él. No puedes imaginarte el lujo y la riqueza. Pero Darcy nunca ha vivido allí. Tiene gustos muy sencillos.
—Ya vi dónde te recibió ayer. Pero dime, Mamá, ¿Tan segura estás de que el señor Darcy caiga en nuestras redes?
—Sí. Lo conozco bien, y estoy segurísima de que se enamoró de tu hermana desde el primer instante.
La voz del señor Bennet cortó el interesante diálogo. Seguía sintiéndose mal. Collins se encargó de encontrar a su hermana y prima, que todavía conversaban con George, en compañía de Charlotte, les advirtió que debían marcharse. Las jóvenes intercambiaron una rápida despedida con sus acompañantes.
—Buenas noches, señor Collins —dijo Wickham.
—Buenas noches, señor George Wickham. ¿Irá usted al casino esta noche?
—¿Al casino? —exclamó con enfado Elizabeth—. ¿Tiene usted por costumbre asistir al casino, señor Wickham?
—Algunas veces —admitió sonriendo.
—Pero no te asustes hermanita—cortó burlón Collins—Va para ejemplo de moral. Es de los que se pasean entre las mesas sin arriesgar una libra ni al bacará ni a la ruleta.
—Sería magnífico que hicieras tú lo mismo —replicó Elizabeth con ira.
—Hermana querida, no me interesan tus consejos. ¿Vamos?
Una última mirada se cruzó entre los enamorados. Después Elizabeth se apoyó en el brazo de su querida prima Jane, y se alejó. La muchacha observó que su hermano sonreía.
—¿De qué te ríes? —preguntó molesta.
—Admiraba la despedida caballeresca y galante de tu teniente. La envidiaría cualquier tenor de ópera.
—Eres abominable cuando te burlas de las personas, Collins.
—No es burla... además, estoy de vuestra parte, al igual que Jane.
—¿De verdad, hermano?
—Sí... si tanto lo quieres, si estás decidida a afrontar por él trabajo, miserias y el rechazo social.
—¿Y por qué he de tener que afrontar eso?
—Tendré que ser rudamente sincero Lizzie. Parece que estamos arruinados, y no sé por qué pienso que tu teniente no se casaría contigo si no tuvieras dote.
—¿Arruinados? A veces te gusta mortificarme. Pero sé que George, aún en ese remotísimo caso, se casaría conmigo.
—Bien, no sería malo que lo averiguaras por tu cuenta.
Elizabeth creyó que las palabras de su hermano eran sólo una broma de mal gusto y no las tomó en cuenta.
Las horas pasaron junto a Jane hablando de lo acontecido en el baile, las dolencia de su Padre y las tontas palabras de Collins, que sin duda eran con el objeto de molestarla.
Tras la noche de baile, brindó el otoño una mañana espléndida. Aún no había bajado Elizabeth de sus habitaciones, cuando ya Collins a solas con su Madre, ataban los últimos cabos de un plan perverso. La señora Stefanía Bennet saldría para Londres, volviendo inmediatamente para esperar en el vestíbulo al teniente Wickham.
Collins por su parte se encargaría de llevarse a Elizabeth, alejándola hábilmente a un paseo por el bosque junto a Jane, sin que ella pudiera negarse. Stefanía hablaría con Wickham y cuando los hermanos volvieran, ya estaría todo concluido.
Y el plan se llevó a efecto al pie de la letra. Collins persuadió a Elizabeth de que lo acompañará en su acostumbrado paseo a caballo, animando a Jane a persuadirla. Se dio por enterado de la visita que haría Wickham y convenció fácilmente a Elizabeth de que era conveniente que ella esperara pacientemente. Además, sería un paseo muy corto y volverían cuando George estuviera hablando con su Padre.
Elizabeth, tranquila respecto a su Madre, quien según creía ella, se había marchado, aceptó ir con su hermano y prima a cabalgar.
El astuto Collins había dado tal discurso de apoyo, que Elizabeth llego a creer que en verdad, estaba conforme con sus amores con el teniente.
—¿No te parece mal que me case con George, Collins? —insistió.
—Me sigue pareciendo un desastre, pero si tú lo quieres, y Papá no es capaz de negarte nada, que le vamos a hacer. Todo estará en que te resignes a vivir pobremente.
Elizabeth frunció un poco el ceño.
—¿Por que dices eso? No es la primera vez. Anoche...
—Anoche te dije que estábamos arruinados y lo tomaste a broma. Pues es la verdad, hermanita. Sospecho, aunque nadie me lo ha dicho; si no anduvieras tan encantada con tu novio, te darías cuenta de que la casa no es la misma. No damos una fiesta, no compramos un carruaje nuevo, y luego, las visitas del señor Long.
Lisa y Jane lo miraron sorprendidas. El rostro de Collins estaba serio.
—Sí, nuestros negocios van muy mal. Creo que ha habido que hipotecar todas las tierras. Nuestras rentas son mínimas.
La tomó suavemente por el brazo, alejándose con ella, y Jane detrás, mientras entre las cortinas de su saloncito particular, la señora Bennet asomaba el rostro en el cual mostraba una sonrisa siniestra.
Stefanía llamó a Phill, el mayordomo, hombre incondicional a su ama, y le habló al oído, cuando estuvo segura de que sus hijos ya estaban lejos. El criado asintió, alejándose.
Collins continuó hablando a Elizabeth sobre la ruina de la casa. Eso formaba parte del plan. Era indispensable que en el ánimo de la muchacha tuviera la convicción de la ruina, la necesidad de salvar a su padre, de la vergüenza de no pagar a sus acreedores, e incluso de ayudar a su alivio, ya que la enfermedad que padecía se derivaba de sus angustias financieras. Deslizó hábilmente que las ricas herederas no se fijaban en los caballeros sin dinero... pero que a una mujer le era mucho más fácil casarse pobre, con un hombre rico.
Jane debía aspirar a ese tipo de compromiso, siendo huérfana desde los doce años y con una dote de apenas tres mil libras, no podía vivir a expensas de sus tíos toda la vida, ahora menos tras la ruina en la que se encontraban. No había otra forma de rehacer una fortuna que se desmoronaba.
Elizabeth lo escuchaba, predominando en su mente la idea de que su padre sufría, por ese motivo estaba enfermo, sin aferrar del todo el sentido de las insidiosas frases de Collins. Cabalgaban al mismo paso, tan cerca los tres caballos que podían hablar sin levantar la voz, y el joven, envolviéndolas en su incesante charla, las llevó bastante lejos de la casa.
Mientras, Wickham llegaba, y Phill, siguiendo las órdenes de su ama, lo introducía en la biblioteca. El teniente vio entrar, un poco sorprendido y muy temeroso, la todavía bella figura de la señora Bennet. Saludó con grandes muestras de afecto al joven y después de ofrecerle una taza de té, le aseguró que su marido le había encargado hablar con él. Se dio por enterada del motivo de su visita; comentó que no era como creía su hija, una madre severa y que todavía no olvidaba lo que se sentía a los dieciocho años.
Wickham estaba al principio un poco desconcertado; luego, la confianza empezó a invadirlo. Stefanía hablaba con tanta naturalidad, con tanta sinceridad, que cayó en la trampa.
—Usted me consideraba una enemiga, pero no lo soy, y cuando mi hija me abrió su corazón, después de una discusión con su Padre, que es el mejor hombre del mundo, pero que a veces es duro y violento, le prometí hablar yo con usted. De cualquier modo, soy su madre.
—Señora, no sabe cuánto me satisface oírla decir todo esto... me equivoqué al juzgarla, y le pido perdón.
Stefanía sonrió; siguió hablando, siempre en el mismo tono. Exaltó los méritos de Wickham, incluso se sentían honrados el ex coronel y ella por su pretensión de querer casarse con Elizabeth... pero... había un pero; no el de que Wickham fuera pobre, sino el de que a veces el dinero representaba honor. El teniente no comprendía, y ella, segura de que el momento oportuno había llegado, afirmó con fingida angustia:
—La dote de Elizabeth no existe, Teniente. Es algo delicado y penoso, que confío en su honor de caballero para que no lo repita a nadie, ni a mi hija... ella ignora todavía esto... pero estamos totalmente arruinados; mi pobre Lizzie da la impresión de despreciar el dinero, pero no es así. Lo que ocurre es que no sabe lo que son necesidades.
Wickham trató de defenderse. Él era pobre, en efecto, pero poseía algunas tierras cerca de Derbyshire y haría cuanto fuera preciso para hacer feliz a Elizabeth, librándola de la miseria.
—No prometa lo que no puede cumplir señor Wickham—dijo Stefanía—. ¿Acaso no se da cuenta de la vida a que está acostumbrada Lizzie?
—¡Yo haría imposibles, señora... la amo tanto!
—¿A qué llama usted imposibles?
—De repente no sé —confesó turbado—, todo esto es tan inesperado. Pero créame que no hay sacrificio ni esfuerzo que no esté dispuesto a realizar por ella.
—Es lo que espero de usted, un sacrificio, el honrado sacrificio de un hombre de bien: alejarse de ella... procurando matar en el corazón de mi hija el amor que ella también le tiene.
George Wickham miró con espanto a Stefanía. Ella prosiguió, con su tono firme, sombrío, que cada instante impresionaba más al joven.
—La salvación de todos nosotros, el honor de su padre también, depende de la boda de Elizabeth con un hombre lo bastante rico para solucionar nuestros problemas. Usted es honrado, bueno y recto, y por eso le hablo así... le confío un secreto de familia. Lizzie no podría vivir con la pena, con el remordimiento de haber causado la muerte de su padre... Ella misma le rechazaría a usted con horror si cediera a la debilidad de su corazón, ahora. Aléjese, se lo pido. Pero váyase sin hablarle, sin verla. Piense, reflexione lo que acabo de decirle,
déme su palabra de no dirigirse a Elizabeth personalmente ni por escrito, hasta dentro de tres días por lo menos.
—¡Oh, señora me pide usted demasiado!
—Si después de eso, su propia conciencia no le señala el mismo camino que yo, vuelva a esta casa y le juro que ni mi esposo ni yo nos opondremos a su boda. Dejaremos que usted la haga todo lo desgraciada que quiera... porque sería infinitamente desgraciada.
Largo rato permaneció Wickham inmóvil, baja la cabeza, en lucha desesperada contra sí mismo, mientras Stefania Bennet lo miraba, con patético gesto de lástima.
Un chispazo de repentina desconfianza encendió sin embargo los ojos del teniente.
—¿Por qué no debo hablarle? —preguntó.
—¿Por qué? ¿No sería mejor para los dos? Su padre y yo no queremos que ella sepa que el honor de su casa, está en peligro. Es nuestra hija y la amamos sobre todas las cosas. Se trata sólo de ahorrarle un gran dolor.
—¿No podría siquiera hablar con el señor Bennet?
—Estoy hablando en nombre de él, ya se lo dije. Él lo estima a usted mucho, siente una gran pena al contrariar a su hija; se considera culpable de nuestra ruina, y pienso que esta conferencia con usted puede despertar en él las peores ideas. Por eso me presté a hablar en su lugar.
Wickham, desconcertado, asintió con la cabeza.
—Repito que le ruego pensar y reflexionar señor. Comprenderá que Lizzie no podría perdonar al hombre por cuya causa su padre tuvo que tomar una resolución extrema. La mayor prueba de caballerosidad y de amor en su caso, es que no volvamos a saber de usted... pero a su voluntad lo dejo. Buenas tardes, teniente.
Wickham salió de allí como un ebrio, buscando con ansia a Elizabeth, a quien no vio por ninguna parte. Caminó con lentitud, atravesando el inmenso parque lloroso en busca de su amada.
Cuando Collins, Elizabeth y Jane volvieron de su paseo, no había nadie. La joven corrió al despacho de su padre. Quería asegurarle que no le importaba ser pobre; más todavía: estaba convencida de que George sería feliz sabiéndola sin dote. Pero al preguntar al coronel por su novio, éste la miró con extrañeza.
—¿No ha venido? —exclamó Lisa incrédula—. ¿No vino a hablarle de mí a usted, Papá?
El señor Bennet negó con tristeza.
—No ha venido, hijita... olvidó la cita, probablemente.
No podía ser tan ingenuo el coronel para no comprender lo que sucedía entre el teniente Wickham y su hija, pero no insistió en que ella le confiara su secreto a voces. Temía que el joven supiera ya su ruina y que eso lo hubiera alejado, y por nada del mundo quería dar una noticia así a su hija. La joven informó su retirada conteniendo las lágrimas, y su pena llegó al colmo cuando vio tras la ventana en la escalinata la figura del señor Darcy. A la pena se mezcló la ira, pero el señor Bennet, por primera vez, no estaba de acuerdo con su hija.
—Es un hombre correctísimo, Lizzie... ¿Por qué te antipatiza tanto? —No, no sólo me antipatiza, me es odioso. Me voy a mi cuarto.
—Tampoco yo tengo hoy cabeza para nada, y tu madre, no hay ni que decir.
—¿Mi madre? —preguntó atónita—. ¿Es que mamá está aquí?
—Sí, el carruaje presentó una avería y tuvo que volver. Me mandó a decir con Phill que tenía jaqueca, luego iré a verla.
Mientras Elizabet se alejaba, Darcy era introducido por Collins. El señor Bennet lo recibió con su bondad acostumbrada, agradeciendo el interés de su visitante.
Los tres hombres se sentaron. Darcy, que no gustaba de perder el tiempo, habló de su intención de comprar parte de las tierras de Loungborn, y el ex coronel, con la sencillez que le dictaba su desesperación, respondió exponiendo el estado ruinoso de sus finanzas. Las tierras estaban hipotecadas y no tenía con qué librarlas del gravamen.
A Darcy le era profundamente simpático el señor Bennet; le habían bastado pocas horas para reconocer sus méritos. Sin alardes de poderío, dijo.
—Haré cualquier arreglo con usted, Coronel. Me interesan mucho las tierras cercanas al río.
—Pasado mañana vendrá mi notario, el señor Long... él podrá darle todas las explicaciones que necesite.
Una luz de esperanza había brillado en los opacos ojos del coronel. También a él le simpatizaba aquel hombre poderoso que todos juzgaban de extravagante, solitario y que, sin embargo, era sólo un hombre que perseguía un ideal de ayudar a sus semejantes.

Por mi Orgullo - Lazos de Odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora