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Los días habían pasado muy rápidamente. Elizabeth había tenido con su madre una breve explicación: le pidió cuentas sobre la visita que hiciera George Wickham.
Stefanía, que ya estaba preparada para esa eventualidad, respondió con toda naturalidad que no había sido visita; ella bajaba por casualidad y había tropezado con él, que aguardaba al Coronel, justo cuando regresaba a casa de camino a Londres, debido a una fuerte jaqueca.
El joven empezó a hacer preguntas.
—¿Pero, a preguntar qué? —insistió Elizabeth.
—¿Para qué acordarse, hijita? Me dio dolor y vergüenza y por eso nunca te hablé de todo esto. Ese muchacho sólo quería enterarse de si era verdad lo de nuestra ruina. Me lo preguntó claro.
—¡No lo puedo creer!
—Puedes hablar del asunto con él, si algún día se atreve a darte la cara. En cuanto supo lo que pasaba, que yo no traté de ocultarlo... ¡para qué! ¡Iba a saberse muy pronto! él se fue sin hablar con tu padre.
Todo coincidía. Era imposible dudar ya.
Elizabeth decidió no pensar más en George Wickham.

Su actitud, aunque fría ante Darcy, no fue ya la de una mujer desdeñosa. Además, él se conformaba con poco, siempre confiado en sí mismo, en su grande amor. Todas las flores raras logradas en sus invernaderos, adornaban ahora la mesa de los Bennet, sin que ella se interesara, ni por las flores, ni por los breves cartas que las acompañaban, las mismas que Stefanía Bennet leía, entre conmovida y burlona.
Prefería no entregarlas a su hija, temerosa de que descubriera la verdad respecto a los sentimientos de Darcy. Su audacia llegaría hasta el día de la boda... después, confiaba en Darcy para domar a la fierecilla. Sabía que el despecho era un arma a favor. Elizabeth querría mostrarse ante todo el mundo como una esposa feliz.

Y llegó el día de la fiesta de compromiso.
El gran salón de los Loungborn, embellecido y remozado en pocas horas por la magia brillante del dinero, se llenó de invitados. El proyecto original de convidar sólo a un grupo de amigos íntimos, se alteró por la vanidad de la señora Bennet, que no pudo resistir la tentación de dar aviso a todas las familias importantes de la región, y aún a muchas de sus amistades de Londres. Por eso rodaron los carruajes más lujosos por los senderos enarenados del jardín, mientras damas elegantes y finos caballeros invadían el vestíbulo y las terrazas.
Charlotte estaba deslumbrada y feliz, su esposo Joseph Kumiazine, habiendo perdonado a Elizabeth su ofensa, fue uno de los primeros en felicitarla, lo mismo que a la familia Bennet.

Darcy, nervioso, con una emoción mezcla de alegría y frustración, apenas veía lo que pasaba en los salones. Tan solo acudió en compañía de su amigo más querido Charles Bingley, quien llegó desde Londres para acompañar a su amigo entrañable, el cual conoció en su estadía en Cambridge, perteneciente a una familia acaudalada de Londres, con una renta de diez mil libras.

Charles Bingley de carácter noble y genio apacible, rápidamente logró simpatizar entre la muchedumbre de Meryton, y algunos de sus ya conocidos de Londres. Sin embargo fue la belleza, inocencia y simpatía de la prima de Elizabeth la que lograra cautivarlo esa noche, siendo correspondido por Jane Bennet.

Lo cual no paso desapercibido para Stefanía.
— "Tal parece que al fin la arrimada de mi sobrina saldrá de nuestras vidas, y que mejor que acomodada en una buena familia, que traiga categoría a nuestro buen nombre,  y ahora más que somos familia de Fitzwilliam Darcy, debo esforzarme por concluir esa alianza con el señor Bingley, diez mil libras al año, maravilloso, después de todo Jane me lo debe por tantos años de brindarle un techó y comida. Aunque nadie tan acaudalado como mi futuro yerno, amo de Pemberley, lo haz logrado Stefanía."— pensó fríamente

Darcy por su parte saludaba como un autómata, respondía a las felicitaciones de un modo mecánico, y tenía el alma puesta en la mirada, con la que aguardaba, lo más cerca posible de la escalera principal, la llegada de aquella joven caprichosa...

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Darcy por su parte saludaba como un autómata, respondía a las felicitaciones de un modo mecánico, y tenía el alma puesta en la mirada, con la que aguardaba, lo más cerca posible de la escalera principal, la llegada de aquella joven caprichosa cuyo amor llevaba dentro como una enfermedad, cuya imagen llenaba su pensamiento como si sólo por ella y para ella pudiera latir su corazón y correr su sangre.

Darcy sólo reconoció a Joseph y Charlotte Kumiazine Lucas, cuando se acercaron a darle un abrazo.
Aceptaba de mala gana aquella exhibición pública impuesta por Stefanía, pero creyendo que así daba gusto a Elizabeth, se sometía al escrutinio, ansiando únicamente tenerla a su lado.

 Aceptaba de mala gana aquella exhibición pública impuesta por Stefanía, pero creyendo que así daba gusto a Elizabeth, se sometía al escrutinio, ansiando únicamente tenerla a su lado

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Al fin la vio descender, pálida y hermosa. Llevaba en el cabello las blancas orquídeas que le enviara esa misma tarde y nunca hasta entonces, vio Darcy algo más hermoso que sus flores: el rostro que adoraba. Ella le sonrió, coqueta, y apoyada en su brazo atravesó el gran salón, saludando a uno y otro lado, hasta llegar al sitio donde deberían brindar.
Iban hablando y ella se disculpó por haber tardado, para bajar.
—Mi padre me preocupa, señor Darcy... y mi madre dice que pretende usted que vayamos a casarnos a la catedral de Londres.
—No pretendo nada, señorita Elizabeth... Si quiere, nos casamos aquí, en su pueblo, en su casa... Tiempo tendremos después para ir a Londres.
—¿De verdad? —preguntó contenta—. ¿No se opone?
—En absoluto...
—¿Ni a volver para acá después de nuestra luna de miel?
—¿Por qué habría de oponerme...? Mi mayor gusto es complacerla.
—Gracias... —murmuró efusiva.
—Tengo tal ansia de verla feliz a mi lado...
Hablando así, tenía que llevar ella una cara alegre, tranquila, aun a pesar de tener el corazón deshecho, por sus esperanzas rotas en George Wickham.

Nadie podría creer esa noche que se casaba contra su voluntad, y menos que nadie, Fitzwilliam Darcy. Eran la pareja perfecta para los presentes, hermosos, altivos, ricos y afortunados en el amor.

—Quiero llegar a borrar de tu lindo rostro esa expresión de angustia, Elizabeth... a tus años hay que sonreír siempre... Estarás al lado de tu padre cuanto quieras. No veas en mí un tirano, te lo ruego...
Ella lo miró intensamente, con gratitud, y acaso en ese momento con un poco de afecto sincero.
El corazón de Darcy palpitó más aprisa.

Más tarde, la fiesta fue un tormento para los dos. Darcy no pudo volver a estar a solas con ella un minuto, y ella difícilmente pudo conservar la serenidad y la sonrisa ante los augurios de felicidad de la despreocupada concurrencia que la envolvía en su charla y en sus risas.

Al despedirse Darcy, besó la mano de su prometida, enterándose de que al día siguiente salían Stefanía y ella para la capital, con objeto de comprar cuanto hacía falta para el ajuar de la novia. El decidió acompañarlas. Tenía que arreglar también sus papeles y solicitar el permiso para casarse.
Para frecuentar la corte debían obtener el beneplácito, por sus venas corría sangre real, por parte de su Padre, Darcy odiaba la burocracia y aristocráticas prácticas innecesarias.

Elizabeth no quiso preguntar nada a su madre.
Ésta, hábilmente, había hablaba con Darcy, diciéndole que su hija deseaba vivir en Londres, mientras a ella le aseguraba que Darcy ansiaba abrir su mansión en la capital.
La joven Elizabeth no daba importancia a nada: había obtenido tan fácilmente de él la promesa de que estaría todo el tiempo que ella quisiera al lado de su padre... no ambicionaba más.

—¿Por qué tiene que acompañarnos en el viaje? —preguntó—. ¿No puede ir por su lado?
—¡Hija, por Dios! ¡Concédenos por lo menos la apariencia! Se casan por interés mutuo, pero no hay necesidad de que los demás comenten... Cuando menos, que crean que él sí está enamorado de ti.
—¡Bien —suspiró Elizabeth—, haré un esfuerzo para corresponder mejor a sus atenciones...!
—No te preocupes; le diré a Collins que venga con nosotros, y él se encargará de atenderlo durante el viaje. Una vez en la ciudad, se irá a sus asuntos y ya me daré ideas para decirle que nos deje solas en las tiendas... los hombres, en las compras, son insoportables...
Elizabeth asintió, con indiferencia. ¿Sería posible que alguien creyera en la sinceridad de su boda? Charlotte y Joseph parecían decir, con su mirada, lo que pensaban, y creyó adivinar en miles de ojos el pensamiento de miles de mentes. ¡Bueno! ¿Qué importaba? Ella no viviría entre aquella gente... y si él deseaba complacerla, procuraría estar el mayor tiempo posible, al lado de su padre, en Loungborn.

Por mi Orgullo - Lazos de Odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora