IX

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Darcy llegó a Darcy House feliz.
La señora Reynolds, como siempre, fue a su encuentro y recibió sus confidencias. Su fiel sierva quería enterarse de todo lo relacionado con la felicidad de su señor. —Ella, la pequeña Elizabeth, ¿lo ama?
—¿Por qué había de aceptarme por esposo si no me amara? —replicó Darcy con lógica.
—Están arruinados —murmuró con timidez la señora Reynolds—; usted va a salvarlos.
—Los he salvado ya. Desinteresadamente los he ayudado antes de hablar de matrimonio, sin contar con que Elizabeth ignora la ruina de su casa.
—¿Estás seguro, señor? ¡Hasta las piedras lo repiten en Meryton!
—Ella vive encerrada entre los suyos. Nada sabe y yo exigí que no supiera nada, nunca. No la quiero a mi lado humillada...
—¡Es muy noble, señor!
—No, señora Reynolds, es que la amo sobre todo... quiero hacerla dichosa...
—Si va a casarse con ella, señor, su felicidad estará en sus manos... ¡Y quién no sería feliz a su lado!
—La fiesta de compromiso será dentro de tres días. En ella le ofreceré la tiara de brillantes de la casa Darcy, para su velo de novia. Fue de mi abuela paterna, pero nunca perteneció a mi madre, tú lo sabes...
La sierva bajó la cabeza con tristeza; pero Darcy no pareció notarlo. Se acercó a ella como tantas veces, con su gesto tierno, espontáneo, más frecuente en él desde que estaba enamorado, y echó su brazo fuerte sobre las espaldas de la mujer.
—De mi madre sólo guardo un anillo... Fue algo entre ella y yo, solamente... Era yo muy niño cuando murió, pero nunca podré olvidar. No me dejaban verla a diario... Mi padre dispuso con toda crueldad que fuera criado lejos de ella, y yo la idolatraba. Pasaba una hora a su lado, en la cabaña lejana donde vivía como secuestrada entre la antipatía de los señores y la envidia estúpida de los siervos...
¡Ahora que soy hombre puedo medir la emoción de sus caricias y de sus palabras! Pues bien, la última vez que me llevaron a verla, sin duda presentía ella ya la tragedia final. Acaso tenía el aviso de que iban a arrancarme definitivamente de sus brazos...
Miraba hacia arriba, como si mirara al cielo, donde estaba aquella madre infeliz, y la señora Reynolds contenía el llanto que quería salir de sus ojos.
—Era muy pequeño... pero recuerdo bien sus manos de campesina encallecidas por la labor, tanto como blancas y cuidadas eran las manos de mi padre...
Su voz pareció temblar un instante. —¡Mi madre tenía una sola joya, un anillo de oro... míralo, es éste!
Entreabrió sus ropas; pendiente de un cordón oscuro, había un aro de oro liso, simple y gastado; y los ojos de la sierva no pudieron contener más las lágrimas. Pero Darcy no pudo notarlas, embargado por los recuerdos.
—La puso en mis manos, con este mismo cordón... entonces yo la coloqué en mi cuello; era su tesoro y por eso quiso dármelo. Este cordón lo tejió ella misma, y nunca me he desprendido ni de él, ni del anillo. Para mí vale más que todos los tesoreros de brillantes de la casa Darcy. He pensado en ponerlo en las manos de Elizabeth.
—¡No, mi señor! —suplicó casi la señora Reynolds—. No se lo des a nadie... A la señorita puedes dárselo todo, pero este anillo, si acaso... lo das, que sea a la mujer que te dé un hijo... sólo así deberás desprenderte de él. Este anillo debió ser el único regalo que ella recibió de tu padre.
—¿De mi padre? —repitió con sorpresa—. ¡Pero señora Reynolds, es un anillo de compromiso!
¡Mi padre nunca pudo hablarle de hacerla su esposa!
—¿Qué sabemos, señor? Tal vez hubo un tiempo feliz para aquella sierva, cuando le dio un hijo al amo, el único que él tuvo en toda su vida, y en un tiempo el pudo prometer amor, una locura así... locura que no cumplió jamás... promesa que no llegó a realizarse, y de la cual sólo quedó ese anillo.
—Hablas como si supieras la historia...—murmuró turbado.
—Hay cosas que pueden adivinarse, señor... —Lo miró ansiosa—. ¿Atenderá mi súplica? ¿Seguirá guardando ese anillo sobre su pecho?
—Bien, sí, Señora Reynolds —admitió sonriendo y pasando su mano por la encanecida cabeza de la sierva, que volvió a inclinarla—; ahora dame un poco de té. La noche está enfriando... Después de todo, ¿Para qué querría Elizabeth Bennet este anillo? Hasta que me ame tanto como yo a ella, hasta qué despierte el amor en su corazón, como sueño en despertarlo, podrá apreciar el valor de ese simple aro de oro...
Fue hasta el piano y sus manos cayeron sobre las teclas, mientras su fiel sierva lo miraba.
Quien notó que sus pupilas brillaban, que sonreían sus labios, que en toda su expresión había la dicha de un hombre que ama, salió silenciosa a cumplir sus órdenes.

Por mi Orgullo - Lazos de Odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora