XV

869 77 47
                                    


La señora Reynolds sirvió el té a Darcy, mientras le hablaba de cuestiones triviales, acerca de la servidumbre, y de su alegría de volver a Pemberley, al lado de su señor, ya que el clima en Meryton, era húmedo y desagradable...
—Sí, esas tierras llenas de pantanos son desagradables —confirmó con rencor Darcy—, no sé como pude pensar hacer algo allí. Daré orden de que se abandonen los trabajos y todos regresen a Rosings.
—Pero Netherfield Park... ¿y la finca Loungborn de nuestra ama?
—Las cuidarán la señora Stefanía Bennet y Collins... —insinuó burlón.
—La madre del ama quedó muy triste mi señor... el otro hijo se iba a marchar de su lado...
—¿Collins? —preguntó atónito Darcy—. ¿Qué dice señora Reynolds?
—Parece que quiere ser militar; rumoreaban los criados que solicitó plaza de soldado, y que no quiso aprovechar la beca que le correspondía como hijo del coronel Bennet para ir a la escuela de oficiales.
—¡Estoy incrédulo! —murmuró Darcy, encontrando de pronto excesivo su rencor. Después de todo, no sólo tenían culpa Collins y su madre. Sin embargo y porque quizá se encontraba responsable de pecar de ingenuo ante el evidente desamor de Elizabeth, replicó con dureza—: No vuelvas a hablarme de la señora Bennet, ni de su hijo.
—Muy bien, mi señor...

Más tarde tuvo que recibir a Caroline, y prometerle que iría a hacer una visita a Rosings. Rehusó cortés, pero firme, hablar sobre su problema íntimo, y Caroline sólo comprendió, por sus frases cortadas y rencorosas, que lo que más le dolía, era haberse dejado engañar, y que aunque quería disimularlo, amaba desesperadamente a Elizabeth, la cual a sus ojos, no era más que una estúpida jovencita, con clara belleza de noble aristócrata como única cualidad, arrogante, y con aires de superioridad.

Mientras ellos hablaban, la sierva había ido a recibir órdenes del ama; pero ésta, enterada de que Darcy, y Caroline estaban encerrados en la habitación asignada como despacho, sólo ordenó que se preparara un carruaje; deseaba salir a tomar aire... se sentía ahogar ahí dentro. La señora Reynolds obedeció llamando a Daniels... y pronto Lisa estaba envuelta en su grueso traje de viaje, llevando sobre los hombros el abrigo de piel, acomodada en un pequeño carruaje arrastrado por un solo caballo, un animal enorme, magnífico que parecía impaciente ya por romper caminos y bridas. Ella miró con rencor las ventanas del ala izquierda, allí donde sabía juntos a Darcy y a Caroline, y pidió a Daniels que hiciera correr al caballo, pues quería tardar muchas horas en estar de regreso.
La señora Reynolds le había dicho que los demás siervos tenían concedido el permiso del amo para seguir los festejos, por el día de asueto, y el recuerdo horrible de la noche de su llegada, su tomada castidad, arrebatada doncellez a manos de su verdugo, la hacía estremecer en incierta confusión.

Elizabeth no podía imaginar que al otro lado de la ventana, Darcy la había visto partir. Sus labios se apretaron, su ceño se frunció en gesto de violento desagrado, mientras una ligera mano femenina se posaba en su brazo...
—¡Pobre Darcy! —comentó Caroline, mirando también por la ventana.
—¡No me compadezcas, es ridículo! —protestó con ira—, y Daniels es un estúpido. No debió enganchar el carruaje sin consultármelo... procede como si fuera siervo de ella y no mío, si ella da órdenes, cualquiera de mis sirvientes acceden a sus súplicas.
—¿Quieres que envíe un jinete a detenerlos?
—Conoces poco a Elizabeth si supones que hará caso a un sirviente. Iré yo mismo... Han tomado mal rumbo... tendrán que cruzar el bosquecillo... Me imagino que Daniels no llevaba siquiera una escopeta.
—Sí, Darcy, iba armado —aseguró suave Caroline—. Bien claro lo vi... y creo que exageras. ¿Llamo al intendente?
—Si hay algo que ordenar, lo ordenaré yo mismo, Caroline... Di permiso para la fiesta, vamos allá...
—Me parece que no estás de humor para fiestas, Darcy. Tal vez fueron la música y las canciones lo que la hicieron huir de aquí.
—Bueno, no hablemos más de ella. Vamos a divertimos. Hace tiempo que no oigo las canciones de celtas salvajes.
Salió, seguido por Caroline, y dio instrucciones a Volodia, su intendente, para que alegrara la fiesta, abriendo la bodega, para que todo el mundo bebiera como la noche de su boda.
Fingió alegrarse ante la idea y el permiso pedido de seguir celebrando sus bodas, como era la tradición, y se mezcló con sus inferiores, que lo aclamaron gozosos.

Por mi Orgullo - Lazos de Odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora