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«Nadie sale de aquí. El rey, el príncipe, mis hermanastras, mi madrastra, Gus y mi hada madrina. Todos juntos. Vamos a jugar Al que le quede la zapatilla voy a matar.

Juguemos, juguemos. ¿Por dónde empiezo primero?

Había una vez una pobre Cenicienta. Alguien le hizo mucho daño, alguien aquí la intentó matar. Juguemos a que el culpable se confiesa antes de que me logre vengar.

¿A quién le queda la zapatilla?

Si antes de la medianoche no me entregan la cabeza del culpable, los iré matando uno por uno hasta que hable.

Juguemos. ¿A quién le queda la zapatilla?»

Un murmullo de voces se elevó con desesperación, la madrastra estaba furiosa, los demás solo parecían confundidos.

Comprobaron todas las ventanas, estaban cerradas igual que la puerta principal, con cadenas y candado.

Se fueron al fondo. Lo mismo con esa puerta. Cenicienta se había esforzado mucho por hacer su juego creíble.

La llamaron a gritos, su madrastra amenazó con castigarla, pero nunca contestó.

-Tiene que estar aquí en la casa -dijo su madrastra-. Niñas, acompánme a su cuarto. La voy a encontrar y esta vez haré que la metan en un monicomio, ¡lo juro por la memoria de su promiscuo padre!

-Mamá, ya cálmate, solo está jugando -dijo Gris cruzándo los brazos. Estaba acostumbrada a las rarezas de su hermana, aunque tenía que admitir que esta vez había cruzado una línea. O tal vez solo fuese por el hecho de que se había ido la luz y eso ponía el ambiente más pesado.

-Esa niña ya me tiene cansada con su jueguitos. ¡¿Qué esperan?! Dije que vamos a su cuarto.

-Yo no voy -aseguró Ana de inmediato.

-Miedosa.

-¿Qué? Está oscuro y hay una sola vela.

-No se preocupe, señora, si quiere yo las acompaño -se ofreció Gus. El chico con toda brillantez recogió la pequeña velita que había tirado la madre de las mellizas al correr y la prendió con la flama del velón de la nana madrina.

-Al menos tiene cerebro el niño.

Así, los tres subieron con un único y diminuto círculo de luz amarilla apenas rodeándolos. La manción era alta y mientras más escalones recorrían en espiral, más extrañas eran las sombras que se proyectaban en las paredes. Mientras más subían, más infinita se hacía la oscuridad del fondo. Gus veía hacia abajo y recordaba la caída de la anciana de la que se había culpado a sí mismo. ¿Qué habría sido de ella si a Cenicienta se le hubiese antojado lanzarla por el hoyo del centro en vez de hacerla rodar por los escalones? Un frío recorrió su espina dorsal de solo pensarlo y se estremeció.

Gris pretendía estar tranquila, pero sus vellos se erizaban con cada roce de viento irregular, con la respiración de su madre al pasarle cerca, con cada pensamiento de las miles de cosas que podrían pasar en una manción como esa sin luz si eso fuera una película de terror.

Pero no era una película de terror. Tenía que estar serena.

Al fin llegaron al pasillo donde la habitación del difunto alcalde y la de su hija convivían frente a frente. Primero entraron en la del padre para descartar, aunque existe la posibilidad de que la madre sugiriera esta opción solo porque se le helaban los huesos nada más de pensar en cruzar la puerta del cuarto de su hijastra.

Al no conseguir nada en el cuarto del padre, tuvieron que entrar al de Cenicienta.

El lugar se veía todavía más diabólico ante la escasa luz de la vela. Las cabezas de muñeca parecían cambiar de expresión con el danzar de la flama, a la mayoría no se les distinguían los ojos pero las sonrisas se apreciaban sin dificultad lo que lo hacía todavía más perturbador.

El aullar del viento se coló por la ventana moviendo las cortinas del color de la sangre. La madre se asomó. Aunque estaba abierta era una distancia demasiado peligrosa para saltar y no había otra forma de escapar por ahí ya que la separación de esa a las ventanas de abajo era equivalente al tamaño de una casa.

Maldijo. Gris se dispuso a buscar debajo de la cama, pero por motivos que no se atrevía a reconocer se sentía reacia a acercarse a ese lugar. Todas las historias de miedo que inventaba esa niña sobre peluches que caminaban hasta dentro de su cama y vivían ahí, sobre voces que le susurraban desde abajo y no la dejaban dormir, o noches en que su cama se movía como producto de una posesión.

Gus pareció leerle la mente, porque se ofreció él en lugar de ella. Gris no sabía si los latidos que escuchaba eran los suyos o los del chico que bajaba casi con cuatela. Al fin se asomó, de golpe, y se levantó sonriendo para decir que no había nada fuera de lo normal, que todo estaba bien.

Y en ese mismo momento la puerta retumbó contra el marco, la vela fue ahogada por la ráfaga de viento y el pestillo chasqueó.

Los habían encerrado.

Matar a Cenicienta [COMPLETA]Where stories live. Discover now