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Ana no quería entrar al sótano pero el payaso le decía que si no lo hacía iba a matarla.

—Tal vez me quiero morir —dijo desde la base de las escaleras descendentes. Solo podía distinguir los primeros cinco escalones, todo lo demás quedaba consumido por una pura e impenetrable oscuridad como si un alma impía se hubiese expandido a tal punto que consiguiera tragarse todo atisbo de claridad.

Y el payaso quería que bajara.

Ana era una muchacha miedosa, todos lo sabían, pero curiosamente no le tenía miedo al payaso. Sí, puede que le faltara un ojo, que de su boca chorrearan hilos de sangre, y que su iris bueno se había robado el color del infierno y lo proyectaba con toda facilidad, pero Ana no le temía. Lo tenía al lado, era tangible, sus amenazas eran directas. ¿Miedo? Pavor era lo que sentía ante la idea de descender hacia ese hoyo donde cualquier otra cosa podría sorprenderla y tomar posesión de sí misma como mejor le pareciera. No podría prepararse, por muy alerta que estuviera no saber a qué se enfrentaba podría costarle la vida. O peor, el otro pulgar.

—No voy a bajar, lo sabes, ¿no?

El payaso solo la miró un segundo más. Tan menuda, tan cobarde. Cada temblor del cuerpo de la chica lo alimentaba, cada erección de sus vellos era como una descarga eléctrica en su torrente sanguíneo. Claro, si es que los payasos del inframundo tienen sangre en las venas, ese punto no lo tengo muy claro aún.

Pero él ya se había cansado. ¿Hasta cuándo soportaría sus lloriqueos? Decidió deshacerse de ella con un único empujón que la mandó gritando a lo profundo del abismo.

Lloraba sobre un charco de que nada tenía que ver con sus lágrimas. Era pegajoso y cálido, no había necesidad de ver para darse cuenta de que era sangre.

De solo aspirar la putrefacción nauseabunda supo que estaba junto a un cadáver. Si estiraba un poco el brazo tocaría la abertura en el cuello y podría meter sus dedos completos hasta abarcar toda la profundidad de la puñalada, los gusanos apenas tardarían segundos en arroparlos y unos pocos más en escalar hasta su muñeca. Quizá por el efecto placebo, Ana sintió un hormigueo en sus extremidades y se sacudió chillando de asco e incomodidad.

El payaso estaba a su lado, no lo vio, pero ya era una presencia identificable. Confirmó su aparición al escucharle hablar.

—¿Sabes de quién es el cadáver?

—Imagino que es el de mi hermanastra —respondió sintiendo arcadas a cada inhalación.

—¿Sabes por qué estás tan segura de que es ella?

—No... —Es verdad, Ana no había visto el cuerpo. Pero sabía que era Cenicienta. Tenía que serlo—. No me lo había preguntado.

—Por supuesto que no. No tienes que preguntarte nada porque tú lo sabes todo. Al fin al cabo, tú la mataste.

♡☆♡

Ana despertó sobresaltada, se estrujaba el pecho y tosía por tratar de llenar de aire sus pulmones, el solo intento le ardía.

Se estaba ahogando.

No era solo por el sueño, se le hacía imposible respirar. Se puso ambas manos en la garganta y la apretó como si quisiera terminar de asfixiarse, cada vez con más fuerza sin entender la razón de su acto, solo estaba consciente de querer terminar con las súplicas de su corazón desbocado en una sonata de terror.

Por la escasa claridad que lograba fugarse del exterior por medio del cristal de las ventanas, Ana pudo vislumbrar la sombra que se desplazó como un alma fugaz hacia ella, quien luchaba de rodillas chocando repetidas veces su cabeza contra el cuerpo sólido de su cama de la que en algún momento tuvo que haberse caído.

Sintió cómo le arrancaba las manos de su cuello y quiso llorar por la desesperación de no poder hacer nada al respecto. En cambio recibió el empujón que la tumbó de espalda y dejó que la sombra le machacara el pecho con sus puños como si tratara de emitir una pieza de tambor salvaje.

Mientras más le daba más alivio sentía al concentrarse en el impacto y no en cómo estaba segura de que la falta de oxígeno se llevaría su consciencia en segundos. Al cabo de que las embestidas se hicieron monótonas y dejaron de surtir efecto, se vio obligada a seguir luchando, movía la cabeza con tal intensidad que se pegaba contra la cerámica del suelo cual pelota de béisbol al impactar contra el bate. Entre todos sus esfuerzo solo logró emitir un aullido de súplica que desgarró sus cuerdas bucales y taladró los tímpanos de la sombra.

La anciana se había asomado a la puerta y comenzaba a rezar, solo ella sabía qué estaba pidiendo.

Gus, la sombra que ayudaba a Ana, comprendió al instante que era inútil, no se trataba de un caso de asfixia común ni un ataque de pánico, era algo peor, y ese algo debía estar operando justo desde su organismo.

Con una mano inmovilizó su cabeza presionando con todo su peso, y la otra la metió casi entera dentro de la boca de la chica. Jugó con su ugula conteniendo sus propias arcadas y no se apartó hasta ver a la chica contornsionarse como si estuviese siendo poseída.

Solo entonces se le quitó de encima, dejándola ladear su cuerpo lo suficiente para que el baño de vómito no le cayera encima.

La anciana calló. La madre se levantó de la otra cama por fin y se arrodilló ante su pequeña, agarrándole el cabello y dando golpecitos a su espalda para animarla a continuar.

—¿Qué le pasó? —preguntó al borde del llanto.

Gris y el hijo del carnicero ya estaban uniendo a los demás.

—Yo... —Gus tragó saliva—. No soy médico, pero... Creo que la envenenaron.

Matar a Cenicienta [COMPLETA]Where stories live. Discover now