El Llanto

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Mis lágrimas las odié.
Odiaba su recorrido, su motivo, su intención.
Odiaba que me hicieran víctima. Odiaba ser la víctima.
Odié las veces que grité, odiaba mis gritos, la forma en que salían desde mi pecho y quemaban toda mi garganta. Odiaba como salían de mi boca y lastimaban a los que me rodeaban, a aquellos que no me lastimaban con sus risas.
Siempre odie mi llanto, su sonido. El hecho de que había algo detrás que me hacía llorar.
Me paraba frente al espejo y lo único que veía eran unos ojos hinchados, y debilidad. Y lloraba, y no paraba por horas, le preguntaba porqué no era suficiente. Nunca me contestó.
Lloraba sentada en mi cama en la madrugada, sin razones ni motivos, solo lloraba.
El llanto fluía por mis cachetes como la lluvia cae del cielo, o como una casacada recorre la montaña más alta; pero sin la belleza de esos paisajes.
A veces, solo lloraba porque no sabía hacer otra cosa, porque ese dolorcito en el pecho y ese peso en mi espalda no se iban con ninguna risa, ninguna canción, ninguna historia.
En las noches que más odié mi llanto, fue cuando, algo dormida, me contaba historias a mi misma, y cada vez que terminaba una lloraba. Nunca supe porqué, las historias eran hermosas pero yo no.
Y lloraba cuando las cosas salían mal, y lloraba cuando las cosas salían bien.
Mi espejo me dejaba llorar, por horas, nunca me detuvo. A veces pensaba que me volvía loca, cómo era posible que un espejo me intentara consolar, tal vez no era un espejo lo que quería que me consolara.
Entonces, lloraba.

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