Prólogo: Negociando con galletas

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Mi oficina estaba a oscuras, apenas iluminada por la luz que entraba por la persiana americana, dándole al lugar un aspecto sombrío. Tenía los pies sobre el escritorio y un cigarrillo en la mano. Todo junto creaba un ambiente perfecto para meditar. Aunque, en realidad, no tenía la menor idea de cómo meditar. Así que simplemente estaba sentado en la silla de mi escritorio, mirando al vacío mientras escuchaba un tema de Cerati.

De pronto, la puerta de la oficina se abrió, dándome la visión de una joven mujer. Llevaba un saco color beige y su cabello castaño caía hasta sus menudos hombros. No pude verle el rostro, pero seguro era una encantadora y desesperada cliente que necesitaba mi ayuda.

—¿Por qué está todo oscuro? —preguntó encendiendo la luz, y su voz chillona arruinó por completo el ambiente. —¿Estás fumando?

Gracias al foco de 75w mi oficina de barrios bajos se convirtió en la mundana habitación de un adolescente. Mi habitación. Paredes de un gris casi negro, una cama sin hacer, un viejo televisor junto con mi adorada PlayStation 3 y una biblioteca llena de novelas policiales. Nada original.

Miré a la chica desde detrás de mi escritorio, ahora lleno de tareas sin hacer y no de casos sin resolver. La luz no sólo le quitó el encanto a mi habitación, sino que también a ella. Ya no parecía una mujer sensual. Ahora era una típica muchacha de secundaria; cabello castaño mal teñido, ojos marrones y un cuerpo con menos curvas que mi regla de Matemáticas.

—Es mi habitación —respondí. Y para enfatizar mi punto, largué una bocanada de humo en su dirección—. Además, ¿Quién sos vos?

Ella pareció estar algo sorprendida por mi brusquedad. Y sus leggins floreadas me decían que era de esas chicas todas dulces y amables, o que al menos fingían serlo.

—Soy Penélope Griesser, estamos en el mismo año.

Penélope... Penélope... Recordaba vagamente a esta muchacha. Seguramente me la había cruzado un millón de veces en los pasillos del colegio. Pero, como me pasaba con todo el mundo, nunca le había prestado mucha atención.

—Si, ya me acuerdo de vos —dije, mirando como ella se quedaba parada en la puerta de mi habitación, incómoda—. No creo que me hayas traído la tarea, así ¿qué es lo que querés?

—Yo... Hum —balbuceó, poniéndose colorada—. Quiero contratarte.

Ahora sí que la cosa se ponía interesante. Apagué el cigarrillo en mi cenicero con forma de rana y la miré, levantando una ceja a modo de pregunta.

—¿Qué clase de contrato?

—Bueno... Es que me dijeron que son bueno con las cosas esas de detectives.

—Lo soy —dije.

—Y yo... Bueno... Quiero que encuentres a alguien —comenzó a balbucear de nuevo. O era realmente tímida o era demasiado tonta. Y, como si le hubieran encendido un botón, comenzó a hablar rápido, casi sin tomar aire—. Verás, hace meses que me estoy escribiendo con un chico por internet. Pero nunca nos hemos visto ni hablado por webcam. No sé si es quien me dice ser o es un mentiroso. Lo peor es que creo que me gusta. Pero tengo miedo de que sea un pedófilo o un idiota. Por eso, quiero que vos averigües quién es. Te pagaré con lo que quieras. Por favor, decime que me vas a ayudar.

—Está bien.

—¿Me vas a ayudar?

—Si, lo haré. No es como si tuviera algo mejor que hacer.

—¡Ahh! Muchas gracias, enserio, gracias —empezó a chillar. Creo que incluso estaba pegando saltitos de la emoción.

—Con una sola condición —aclaré levantando un dedo—. Harás lo que te diga, sin quejarte.

Ella me miró un momento. Supongo que pretendía ver si tenía intenciones perversas para con ella; las cuales eran nulas. Definitivamente, esta chica no era de mi interés.

—Y galletas —agregué.

—¿Qué? —preguntó extrañada.

—Me gustan las galletas Oreos y quiero que cada día me lleves un paquete. Ese es mi precio

Se veía realmente sorprendida por mi petición, pero luego asintió con determinación.

—¿Tenemos un trato? —dijo acercándose al escritorio y extendiendo su mano.

Normalmente, huiría de cualquier contacto físico innecesario. Pero debido a que esta chica era mi primera cliente en un verdadero caso, me pareció adecuado estrechar su mano.

—Tenemos un trato —dije, con una sonrisa.


¿Quién es Augusto?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora