I Los Comedores de Anguilas

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Muy lejos, al norte, existe un río negro y profundo al que llaman Drilón. Este fluye a través de numerosas naciones, pero sus aguas proceden en el inicio del gran lago, donde habitan los enqueleos, comedores de anguilas. En sus orillas se levanta la reluciente Licnido, soberbia urbe de hermosos edificios e imponente fortaleza. Allí me crio mi padre, el héroe Clito, donde gobernaba con equidad; y mi venerada madre, Brisa, del linaje de Cadmo, constructor de ciudades. Ellos me llamaron Hijo del Río porque engendrado fui junto a su cauce.

En aquellos días felices nuestros barcos regresaban a puerto preñados de pescado, bueyes de altiva testuz pacían en las faldas de las montañas de abundante caza, y la bien labrada llanura nos proveía de los frutos de la tierra.

No éramos diestros artesanos, pero con la estación vernal llegaban las caravanas desde la lejana Hélade y Atenas. Venían cargadas de ánforas de vino y miel, copas, cráteras y trípodes ornamentados, armas de bronce, herramientas y bisutería. En oposición a los ilirios, estos comerciantes eran varones de gentiles maneras, vestían exquisitas túnicas de fino lino y mantos de felpa bordados con florituras, peinaban sus luengas barbas y cabelleras; y cuando hablaban, lo hacían con elegancia, otorgando a las palabras armonía y ritmo. A mí me complacía, más que ninguna otra cosa, escucharlos contar historias en las que no faltaban héroes, viajeros, dioses y reyes en sus excelsos palacios.

De esta suerte crecía ufano y orgulloso de mi raza y de mi estirpe. Sin embargo, aquella prosperidad excitaba la envidia de otros pueblos, y celos y conspiraciones se cernían sobre mi casa y mi familia. Nuestras fronteras eran de continuo amenazadas; y mi padre, el rey, cada vez con más frecuencia, se vestía para defenderlas. Hasta que, en una refriega, recibió en la sien un proyectil, escapándosele la vida sin remedio, y una profunda aflicción se apoderó de la tierra enquelea.


En la misma mañana de saberse la triste noticia, los hijos de Dasaro se hicieron con el poder de la ciudad, ocuparon las calles y reclamaron el trono para Emois, arrogante primo de mi madre. La reina, conocedora del peligro, traspuso el umbral de mi cámara en la noche postrera.

—Madre mía veneranda, ¿cuál es el objeto de tu visita? —le pregunté así que la vi por la puerta.

—El de preservarte de todo mal, como siempre ha sido y será.

—No comprendo, ¿viniste a anunciarme alguna cosa? Si es acerca de los dasaretas, no tengas cuidado, ya de todo me voy enterando. Mas si se trata de otra desdicha...

—No, es buena la nueva que traigo.

—¿Y cuál es? Refiéremela.

—Jamás te privaste de acompañarme a la plaza, a tratar con los mercaderes jonios porque te deleitas en escuchar los relatos que salen de sus labios. Pues bien, partirás con ellos mañana.

—¿Partir? ¿Adónde?

—A la divina Hélade, a ver con tus ojos todas esas maravillas.

Al punto, me sobrevino la amargura y mi ánimo se llenó de enojo:

—Pero ¿cómo penetró en tu mente semejante idea? Emois usurpa Licnido, y tú...

—Emois nunca llegará a ser el celebrado caudillo que tu padre ha sido. No obstante, goza de la aceptación de las tribus y cumplirá su función. En cuanto a mí, nuestras leyes le exigen honrarme, y no se avendrá a quebrantarlas. Por el contrario, tú, hijo mío, eres una amenaza, alguien que un día podría reclamarle lo que ahora considera suyo. Si aquí permanecieras, temo que tu vida sea corta.

Esto diciendo, soltose el argénteo broche del muy hermoso collar que alrededor de su escote se derramaba.

—Toma. Es el collar de Harmonía, entrégalo a sus herederos en la antigua villa de Cadmea, y luego apela a tu parentesco a fin de que te acojan.

Héroes, viajeros, dioses y reyesWhere stories live. Discover now