III La caída del dios

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Siguiendo la serranía, dejando atrás la ciudad y el lago, hay un punto en que la montaña se abre y el agua se estanca. Allí nos adentramos, virando hacia poniente, buscando la senda que nos permitiera alcanzar la gran llanura que atraviesa el Drilón. Al pasar junto al abrevadero de Mediodía, aquel que los pastores con sus rebaños frecuentan, se nos presentó a los ojos una perturbadora visión:

Había como unas cincuenta almas entre hombres, mujeres y niños, gimiendo con lastimoso vocerío. Ellas lloraban postradas en el suelo, mesándose los cabellos y cubriéndolos de arena. Los varones miraban al cielo alzando los brazos, implorando auxilio. Falero tiró fuerte de las correas, descendió del banco, y se dirigió al anciano que todos rodeaban.

—¿Quién eres? ¿Cuál es el motivo de la desgracia de esta gente?

—Mi nombre es Parisades y acaudillo al pueblo que ves. Huimos de nuestras moradas a causa de piratas briges que vienen remontando el río negro, asaltando las aldeas que encuentran a su paso.

—Hordas que aprovechan el abandono de las fronteras para cometer pillaje —le interrumpió Falero lamentándose.

—Viajábamos con nuestras pertenencias y animales —continuó el anciano—. De improviso, a mi carro se le desprendió una rueda, «el dios de nuestros padres» fue liberado de la carga y cayó a una profunda sima de la que no hemos podido recuperarlo.

—¿El dios de vuestros padres? —Pregunté con asombro.

—Es el genio protector de algunas tribus tracias, el penate familiar en forma de efigie que veneran y llevan siempre con ellos —explicó mi compañero de banco.

—Hablas con propiedad —afirmó Parisades—. Somos tracios que años ha emigramos a esta tierra, y con nosotros viajó la talla que los antepasados nos confiaran. Su pérdida merma la moral del clan y augura calamidades.

Nos acercamos al lugar donde había sucedido la caída. La grieta era honda y sombría, mas no en exceso; por contra, tan estrecha y escarpada que ni un niño hubiera conseguido penetrarla. Al fondo se apreciaba el icono alojado entre sus empinadas paredes: un tronco de labra sencilla y escaso tamaño, algo más de un codo.

Falero daba vueltas alrededor, observando, estudiando la abertura desde ambos lados. Impertérrito, levantó la vista hacia nosotros y habló:

—Ítaco, trae el arco de Alcón e hilo cretense.

Cuando el mercader regresó con el encargo, todos quedamos mudos de admiración al contemplar el arco que portaba, pues por su aspecto no estaba destinado a abatir a las bestias, sino a la raza de los hombres: grande, soberbio, ensamblado sobre las astas del que, sin duda, fuera un majestuoso animal. En la empuñadura de plata y marfil, en su relieve de fina labor, se distinguía a un arquero aniquilando a flechazos a una enorme sierpe enroscada en el cuerpo de un infante. Un arma terrible que infundía temor solo de verla. La aljaba, de cuero y oro, transportaba dardos de largo astil y punta barbada de brillante bronce. Me estremecí al pensar en los estragos que podían causar aquellos formidables proyectiles.

Falero extendió el hilo en el suelo junto a la grieta, y ató un extremo a la caña de una flecha y el otro a un arbusto que allí crecía. Tras obrar todo esto, cordó el arco y se arrodilló delante de la apertura. El arquero cargó el dardo en el que había sujetado el hilo, y los músculos de sus brazos poderosos comenzaron a hincharse a medida que tensaba la cuerda, pero su pulso no tembló. Se había creado un expectante silencio, tracios y atenienses presenciaban el lance conteniendo la respiración.

La flecha salió disparada precipitándose a lo profundo, arrastrando el hilo tras de sí. En la gruta sonó un silbo, seguido de un seco crujir. Ansiosos nos asomamos, y al fondo distinguimos el astil de la saeta certera con la broncínea punta clavada en la base de la escultura.

Héroes, viajeros, dioses y reyesWhere stories live. Discover now