IV La travesía de Orión

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A Parisades le rodeaba un grupo de risueños chiquillos. En él había un hombre alegre y pacífico que gozaba de la dicha de su pueblo. Los niños le apremiaban, hablando a un tiempo y repitiendo incesantes la misma cantinela. 

Al fin, el magnánimo caudillo se dejó persuadir, y los intentaba acallar moviendo los brazos de arriba abajo con las palmas de las manos extendidas.

—¡Orión! ¡Qué extraordinario cazador! —suspiró imitando a un arquero al disparar.

—¡Oh! —exclamaron los niños.

—Y qué bello varón —dijo irguiendo las espaldas orgulloso.

—¡Ah! —gritaron de nuevo expresando sorpresa.

—Tenía la estatura de un gigante... —continuó el anciano mudando a una pose temible.

—¡Uh! —Ahora sus oyentes mostraban aversión.

—...y de un olímpico la figura —terminó la frase simulando con su voz y su cuerpo a un ser de majestuosas y delicadas maneras.

—¡Oh! —volvieron a corearle los niños llenos de admiración.

¿Y cómo fue que lo cegaron?preguntó uno de ellos.

—¡A traición mientras dormía! —le respondió Parisades, levantando el puño con exagerado dramatismo—. Pues nadie hubiera tenido la audacia de herirlo estando despierto. A él que había beneficiado tanto a la raza de los hombres, exterminando de sus campos alimañas y fieras. Pero lo que sus impíos agresores desconocían es que la esencia divina no puede ser destruida, y divino era de Orión su linaje.

—Y llegose a la isla del dios del fuego —Afirmó uno de los pequeños.

—Así es. Hefesto, al verlo, se compadeció en gran medida de su desgracia, al igual que todos los que con él laboraban: artesanos, aprendices y sirvientes, hasta a los descomunales cíclopes se les turbaba el alma al contemplarlo. Si bien el que más se conmovió fue un maestro armero que en la corte habitaba, pequeño, aunque valiente y de piadosa naturaleza.

»Los profetas de la isla anunciaron que el único con el poder de restituir la luz a los ojos del cazador era el brillante Helios, un celestial que vivía apartado, lejos de los demás inmortales. Orión, siguiendo el calor del sol, enderezó sus pasos hacia la playa.

»—¿Cómo alcanzar tan remoto lugar, solo y careciendo de la vista? —se lamentaba el desdichado.

»El maestro armero, que por allí pasaba, acertó a oírlo y, apiadándose, de este modo se ofrendó:

—Yo te acompañaré, gran Orión. Seré tu asistente si mi señor lo permite.

El centelleo de las llamas de la hoguera acentuaba la magia y el halo de misterio con el que Parisades contaba su relato, adornándolo con todo tipo de muecas y gestos. Había comenzado a poner voces a los personajes, consiguiendo que los niños quedaran muy fascinados.

—Hefesto, el dios del fuego, feliz de que existiera una cura para su amigo, aprobó gozoso la alianza; mandó construir un dorado navío, y en él embarcó a Orión y al pequeño armero, al que designó con el epíteto de Cedalión, 'el cuidador de marineros'.

»Bordeando las costas de Tracia, se adentraron en el ponto inhóspito, fondearon en sus agrestes puertos y conocieron asombrosas naciones.

Un día, acuciados por la fatiga y el hambre, pasaron junto al estuario del Termodonte y quisieron desembarcar; pero un grupo de amazonas, armadas con peltas y jabalinas, le salieron al paso impidiéndoles el amarre. Maravilladas al ver a un gigante y un enano navegando en una barca de oro, les preguntaron quiénes eran y adónde se dirigían. El ingenioso Cedalión, buscando una forma de aplacarlas, les respondió con un ardid:

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