VI. El Hijo del Río

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En tanto transitábamos por el bosque, nos regocijábamos departiendo en amena conversa. Por el contrario, al adentrarnos en el erial, nuestras bocas perdieron las ganas de hablar y ningún ruido se dejó sentir, a excepción de un riachuelo que serpenteaba junto al camino, única distracción en aquella áspera y monótona llanura.

—Es tal la desolación vertida en este lugar que hasta las montañas lo abandonaron —suspiró Falero.

—Nunca estuvieron aquí —le respondí—. El norte del lago debió secarse cuando la tierra era joven, formándose la planicie que ahora atravesamos. Una vez cruzado el río, no tardaremos en regresar al abrigo de las colinas.

Al fin, encontrándose el sol en lo más alto, nosotros divisamos el puerto fluvial del negro Drilón. Frente a la carretera, un enorme portón se nos presentaba, hicieron falta dos hombres y mucho esfuerzo para abrirlo. Mi padre la había mandado construir, la puerta y la empalizada toda, con el objeto de proteger el recinto de bandidos y tribus hostiles. Grandes balsas solían navegar desde allí transportando mercancías y pasajeros. Mas entonces no hallamos a nadie, ni barqueros ni barcas en los fondeaderos.

— Al norte hay una aldea de pescadores, dirijámonos a ella, acaso sus moradores pudieran darnos alguna indicación— sugerí.

Y Falero, tras meditarlo un momento, respondió:

—Iremos tú y yo con el primer carro, el menos pesado. Los demás permaneced aquí, cerrad el portón y vigilad la empalizada.

Los mercaderes obedecieron, nosotros salimos de nuevo al camino y transitamos junto al cauce por un trecho. Pronto, dimos con el arroyo que habíamos visto discurrir por la llanura; en aquel lugar iba a morir, junto a la aldea de pescadores, fundiéndose con las negras aguas del Drilón.

Guerreros a pecho descubierto, sucios y montaraces, alzaban gruesos venablos y combaban sus arcos aullando igual a lobos. Soldados uniformados les respondían desde la otra orilla, emitiendo potentes gritos marciales y golpeando sus lanzas contra sus ovalados escudos. Eran dos tribus rivales disputándose una misma presa.

—¿Saqueadores? —me preguntó Falero.

—Sí, entrambos ejércitos hacen de la ruina y la depredación el propósito de su existencia:

»A estos de aquí los llaman los ulc, pueblo salvaje que mora en las montañas sin contacto con otros hombres. En épocas pasadas caían sobre viajeros y pequeños asentamientos, en rápidos asaltos y desmedida violencia. El rey Clito fracasó en amistarse con ellos y decidió exterminarlos sin conseguirlo del todo.

»Los soldados del margen opuesto son briges, asolan las aldeas y capturan a sus habitantes con la pretensión de venderlos como esclavos a los piratas del norte.

—Los mismos que devastaron las tierras de los parisadios.

—En efecto. No es propio que bajen tan al sur.

—Tu padre te instruyó bien, Hijo del Río. Conoces tu reino y la gente que lo habita.

—Pluguiera a los dioses que se aniquilaran entre ellos, pero no veo más que bravuconería y ninguna intención de iniciar la contienda.

—No, no lo harán coincidió Falero—. Los briges se hundirían a causa del peso de sus armaduras si llevaran la ofensiva atravesando el río; y el otro ejército, a juzgar por la abundancia de mugre que cubre sus cuerpos, no debe ser muy ducho en desplazarse por el agua.

—Cierto —afirmé —. Ya no alcanzo a verlos ni oírlos, han desistido de combatir.

A mi compañero se le cambió el semblante, y quedó preso de un ingente abatimiento por la suerte de los suyos.

Héroes, viajeros, dioses y reyesWhere stories live. Discover now