V. Plantar otro manzano

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—Perdonad mi ignorancia, padre —me excusé dirigiéndome a Parisades—. La imagen que tenía de vuestro pueblo era la de orgullosos guerreros, ajenos a otras artes que no fueran el ministerio de las armas.

—Los tracios somos una nación de contrastes —me ilustró él—. Muchos siguen a Ares, haciendo del asalto y la conquista su ocupación. Otros vivimos del pastoreo, adoramos a Apolo y a las musas, y cultivamos la música, la danza y la poesía.

—Mi familia también sirve al dios de la luz —intervino Falero—, pero no por ser embajador de la ciencia musical, sino por su condición de flechador.

De este modo se expresó, y al oírlo, vino a mi memoria su dominio rescatando el ídolo caído y el augurio de la anciana Baba.

—¿El legado de tu padre es el arco Alcón? —le pregunté.

—Alcón es el nombre de mi padre, el arco es su gloria y el legado es mi destreza en su manejo.

Hubo un respetuoso silencio que incitó a Falero a esclarecer lo que enunciaba.

—Él fue el mejor arquero entre los hijos de Atenas. Cuando yo era niño y jugaba confiado junto a un arroyo, una luenga serpiente se abalanzó sobre mí con la intención de devorarme. Alcón, que lo vio desde la otra orilla, ejecutó la proeza de aniquilarla a flechazos sin causarme daño alguno.

»Y ya no habría para mi padre nada más señalado en su existencia que instruirme a mí en el inmortal oficio de la arquería. Con todo, después de muchos años de disciplina y esfuerzo, no podía igualar su pericia, y una irrefrenable desazón me consumía por ello.

»Tal fue mi abatimiento que resolví enderezar camino hacia el recinto sagrado de Delfos, a preguntarle al dios acerca de este asunto. La pitonisa, lejos de darme una respuesta favorable, profetizó que jamás superaría la extraordinaria habilidad de mi maestro.

»Aquel día juré que no volvería a tensar una cuerda nunca más, que blandiría una lanza y cambiaría las flechas por venablos en las partidas de caza. Alcón cayó en una profunda decepción, pero él era un hombre de fe, creía que no se debía luchar contra lo dispuesto por los hados y aceptó mi decisión.

El tiempo pasó y yo me forjé mi propio nombre entre los atenienses, al margen de la fama de mi linaje. Al tercer año, durante la hambruna que sobrevino tras la guerra Cretense, Butes, el héroe de Cecropia, se presentó en la ciudad. Proclamaba que había fundado un puerto en la costa de Iliria, donde atracaban sus barcos cargados de vino y miel, y precisaba de conductores valerosos que lo transportaran desde allí hasta las urbes del interior. Mi ánimo intrépido me impulsaba a unirme a su expedición, sin embargo, no lo haría sin el consentimiento paterno. Pues es costumbre entre las gentes civilizadas que los hijos cumplan con la voluntad de sus progenitores.

»—Es lícito que los varones cobren gloria y honor acometiendo audaces empresas, por lo que no me opondré a tu propósito —así dijo al manifestarle yo mis intenciones—. Tan solo una condición te impongo: lleva contigo este magnífico regalo de las divinidades. Con él conseguí realizar loables hazañas, mas ahora estoy cercano a la vejez y cada vez me resulta más pesado el manejarlo.

»Me sometí a su mandato y he cargado con el arco Alcón durante los viajes que Butes me ha encomendado. Pero ni deseé ni precisé de cordarlo, hasta el día de hoy que supimos de la necesidad de los parisadios.

—En verdad nos hiciste un gran servicio —agradeció el caudillo—. Os ruego que en esta noche seáis invitados nuestros, como prueba de gratitud. Hemos aparejado cómodos lechos de mullidas pieles de oveja junto a las hogueras, que los jóvenes alimentarán hasta que Eos se levante del océano y nos toque la sien con sus rosados dedos.

Héroes, viajeros, dioses y reyesWhere stories live. Discover now