II Agua sagrada

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No tardó mucho en detenerse la caravana. Descargando las talegas que habían burlado a los guardias, me invitaron a descender. Nos hallábamos a corta distancia de la ciudad, tras una eminencia en la llanura, donde los carros quedarían ocultos.

Allí todos se apearon. Formando un semicírculo, sentáronse frente a su líder, aquel que en las puertas de la muralla había parlamentado. Deliberaban acerca del camino a tomar, y él les exponía lo que en su mente meditaba.

—Linkesta sigue bajo el dominio de los enqueleos, si conseguimos alcanzarla, podemos continuar desde allí hacia el puerto de Orico, donde nuestros barcos hacen aguada.

Tal fue su consejo. De seguida, un conductor procedente de una urbe colindante le respondió:

—Falero, esa ruta ya no es segura: multitud de dasaretas se desplazan en masa hacia Licnido, su nuevo centro de poder, y se han visto piratas briges aventurándose cerca del lago.

—No tenemos más opción —se lamentó él—. En breve, otras tribus se servirán de la revuelta para ganar territorio o hacer rapiña.

—Rodeemos el lago por el norte —les interrumpí yo sin que nadie me autorizara.

Los mercaderes, que hasta ese momento me habían ignorado, mostraron asombro en sus miradas, y Falero me replicó con ánimo severo.

—Escúchame, muchacho: numerosos son los torrentes que desde los montes boreales se precipitan en torno a esta dilatada laguna. Aunque pudiéramos cruzarlos todos, ¿cómo íbamos a salvar las negras aguas del Ilírico?

—En la cuenca del Drilón, ese que tú llamas Ilírico, hay barqueros que se ganan el sustento trasladando viajeros de una orilla a la otra. Algunos poseen enormes balsas, capaces de transportar carros enteros con sus animales.

—¿Y los otros ríos? —me inquirió.

—Aún no han llegado las lluvias, sus cauces vienen mansos, yo os puedo indicar el modo de vadearlos.

Falero quedose pensativo despidiendo recelo por los ojos. El resto de los conductores se había ido desplazando por detrás, interesados en escuchar mejor la discusión. Ahora el círculo se cerraba alrededor de nosotros dos.

—Observa sus rostros, muchacho —dijo refiriéndose a ellos—. Yo arrastré a estos hombres hasta este remoto lugar, y por los dioses que los he de retornar indemnes a sus hogares. Solo hay una forma de llevar a término lo que propones, la cual es que te sientes ahí conmigo y nos guíes. Si en verdad conoces el camino, los jonios estaremos en deuda contigo; pero si hablaste por vanidad y pones en peligro a mis hermanos, yo mismo te arrancaré el alma. Asiente si comprendes lo que te digo.

Hice lo que me pidió, me acerqué a cada uno y contemplé sus semblantes, expresaban temor y anhelos de ser convencidos, de ser salvados. Les agradecí que me sacaran de la ciudad y afirmé que los alejaría del peligro. Por la panoplia de mi padre, por mis antepasados lo juré. Ellos me tocaron el hombro en señal de aceptación de la jura, y corrieron a los carros dando potentes gritos al decretar Falero la orden de partir. Yo me senté junto a él en el banco del primer carro, y la caravana inició la marcha.

—¿Adónde? —me interrogó parco.

—Debemos dar la vuelta y rodear Licnido sin ser advertidos.

—¿Cómo vamos a hacer tal cosa, muchacho? —volvió a interpelarme.

—Mi nombre es Hijo del Río —repliqué molesto—. Hay una senda para el pastoreo en el pliegue de la montaña, la tomaremos y nos dejará al otro lado de la llanura.

Héroes, viajeros, dioses y reyesWhere stories live. Discover now