Quedará en nuestra mente

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No recuerdo desde cuándo estaba en mi vida. Creo que, incluso, desde antes de tener uso de razón, pero aquel niño raro se había convertido en mi alma gemela. Siempre me llamó la atención, pero el día que coincidimos en el conservatorio, en la clase de iniciación músical, me acabó de cautivar. Su forma de vivir la vida era muy parecida a la mía, pero él tenía una habilidad pasmosa para sacar música hasta de una caja de cartón. 

Con el paso de los años ya no compartíamos clases, pero sí hacíamos el trayecto juntos desde casa hasta el conservatorio, contándonos todos los deberes que nos había puesto el profesor de matemáticas, o lo mal que me había salido el examen de ese día. A él le encantaba escuchar todas las trastadas que había hecho en el recreo, mientras él echaba esa pachanga que casi estaba obligado a hacer para no quedarse fuera del círculo de amigos, pero que, a mí, me había confesado mil veces que no le hacía ninguna ilusión.

Me acuerdo perfectamente de cuando me enseñó su flamante trombón; no había sido su primera elección, pero su padre se había negado a tener una batería en casa. Él pobre lo pasó fatal aquel año de conservatorio, cuando venía a mí casa y escuchaba mis primeros acordes en el piano, y él seguía haciendo boquilla día tras día.

En aquel momento no se llegaba a imaginar que volvería locas a tantas chicas gracias al dominio que adquiriría con la lengua. Tampoco se podía imaginar que yo me moriría por dentro cuándo me contara esas cosas.

Porque sí, ahora que ya no estaba a mi lado. Ahora que había salido de mi vida, ya no me podía engañar más, ya no tenía sentido negar la realidad.

Siempre había estado enamorada de ese chico moreno, de paletas separadas, que vivía en un eterno pentagrama.

Tampoco era muy consciente de en qué momento pasó de ser mi amigo del alma a ser ese chico que me quitaba el sueño noche tras noche.

Cada vez compartíamos más tiempo juntos y, a nuestros paseos diarios al conservatorio, le tuvimos que añadir el tiempo que pasábamos con nuestra pandilla de amigos, que, como podréis imaginar, en plena adolescencia era todo el que nuestros estudios nos permitían.

Recuerdo cada salida al cine, y, también, cómo siempre buscaba sentarme a su lado, porque siempre me contaba historias de cómo estaban grabadas las películas, de los plano-secuencia, de los fallos de continuidad, de cómo él hubiera enfocado la historia, miles de cosas que me encantaba aprender. Disfrutaba viendo el entusiasmo que el mundo de la cinematografía le producía. Un mundo que al final hizo que se alejara de mí y que acabara por perderlo años más tarde, por aquel cambio de número telefónico que mis padres hicieron sin ni siquiera preguntarme, y que hizo que les maldijera durante tanto tiempo.

Los veranos habían sido nuestra época favorita, todos juntos con nuestras bicicletas camino de la playa, cargados con las palas, las cartas y, cómo no, con la guitarra.

Solía esperar a que él colocara la toalla para poder colocar la mía lo más cerca posible. Si ya no podía quitarle el ojo de encima vestido, imaginaos lo que me producía verle solo con el bañador. El problema es que que no solo tenía ese efecto sobre mí, sino que la mayoría de las chicas de la pandilla estaban igual de coladas que yo. Porque sí, mi amigo era el chico más guay de todos, el centro de atención de la pandilla, el más listo, el más guapo, el más pillo, y también, para mí desgracia, el más ligón de todos. 

A pesar de sus rarezas, o quizás gracias a ellas, era como un imán para las chicas, que encima no se cortaban un duro, y se contoneaban siempre delante de él para llamar su atención. Y a mí, que trataba de seguir viéndolo con los mismos ojos de siempre, me costaba distinguir si las cosas que me decía eran simplemente por la amistad que nos teníamos o porque buscaba algo más de mí, o tal vez me hablaba exactamente como a las demás y el matiz diferente que detectaba era producto de mi imaginación. Cada vez que me pedía echar una partida de palas con él, que era casi a diario, sentía las miradas envidiosas de mis amigas sobre mí, porque sí, con quien más seguía compartiendo risas era conmigo. Siempre había sido un poco pato mareado, la verdad, y él se moría de risa cada vez que veía mi cara de concentración para intentar conseguir darle a la pelota. Nunca dejaba de animarme y cada golpe que le marcaba corría a abrazarme, haciendo que el calor se acumulara siempre en la misma parte de mi cuerpo. No entiendo cómo no podía darse cuenta de que hacía ya mucho tiempo que lo miraba con otros ojos, pero él no parecía enterarse.

Pero no pasa nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora