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Maia Cresta escuchó los fuertes gritos de su hermana en cuanto nombraron su nombre en la cosecha de ese año

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Maia Cresta escuchó los fuertes gritos de su hermana en cuanto nombraron su nombre en la cosecha de ese año. Pasó al frente con paso decidido después de apretarle la mano a Annie.

Maia tenía el cabello oscuro, además de unos brillantes ojos grises que miraban indiferentes a su alrededor. Así era Maia: indiferente.

Era un año mayor que Annie, teniendo Maia diecisiete. Su hermana había sido electa para los Juegos del Hambre pasados, había intentado ofrecerse como voluntaria en su lugar, pero su padre se lo había prohibido.

Annie resultó victoriosa pero con un severo trauma al ver a su compañero de distrito decapitado. Desde entonces Maia se había encargado de cuidarla, siendo una segunda madre para ella.

Se quedó de pie observando a la multitud, quienes la miraban en completo silencio, era una mirada cargada de lástima.

A su lado se unió un chiquillo de apenas 12 años, tenía el cabello rubio y el rostro pecoso, además de que era flaco, Maia podía verle los huesos a través de la camisa. Intentó no pensarlo pero sabía que él no iba a sobrevivir, todo el Distrito lo sabía.

Se dirigieron al Edificio de Justicia, donde sus respectivas familias iría a despedirse de ambos. Maia suspiró, deseaba quitarle el sufrimiento a Annie, pero parecía ser que cuanto más lo intentaba más sufría.

El lugar era lujoso, había alfombras blancas y sofás de terciopelo. Maia acarició la tela para tranquilizarse.

No tardó en aparecer su hermana, su cabello rojo resaltaba, tenía el rostro hinchado por tanto llorar. Maia la abrazó.

—Todo estará bien, Annie, te lo prometo.

Annie intentó asentir sin dejar de temblar.

—Puedes ganar, May... eres más fuerte que yo.

Maia sonrió sin ganas, estaba segura de que tenía los días contados. Los chicos que participaban en los juegos eran brutales, en especial los del Distrito 1 y 2, quienes acostumbraban a ganar. Además de que ella no destacaba por su gran musculatura, era una chica delgada aunque bastante alta.

—Sí... sé que puedo —dijo Maia, en un intento de parecer segura.

Annie volvió a abrazarla y después entró su madre, quien las abrazó a ambas.

—Mis niñas —susurró sin soltarlas—. Annie, espera afuera, ¿quieres?

La pelirroja asintió sin poder dejar de llorar, se despidió de Maia con un último abrazo y salió de la habitación.

Su madre la miraba fijamente, su cabello castaño estaba atado en una trenza y tenía los ojos azules llenos de lágrimas.

—Prométeme que vivirás, May, prométeme que harás lo que sea para sobrevivir.

La chica asintió y abrazó a su madre.

—Sé que volverás, confío plenamente en que lo harás.

—Espero tengas razón —murmuró Maia.

Los Agentes de la Paz no tardaron en aparecer, llevándose a su madre de ahí y dejándola completamente sola.

Se dirigieron a la estación de tren, nunca antes había viajado en auto, mucho menos en tren. Intentó disfrutar del paseo mientras miraba a su alrededor.

En cuanto llegaron a la estación había un centenar de cámaras apuntándolos, Maia ni siquiera los miró, caminó lo más rápido que pudo para subirse al tren. No le gustaba ser el centro de atención, nunca lo había hecho. Sus deseos se vieron frustrados, ya que los detuvieron en la puerta del tren para que las cámaras pudieran captar las mejores tomas de ellos.

Veía a su compañero nervioso pero, a pesar de eso, intentó sonreír y Maia no pudo evitar sentirse conmovida. No entendía cómo la gente del Capitolio podía disfrutar de ver a niños matándose entre ellos, porque eso era lo que eran: niños.

Finalmente los dejaron entrar al vagón y el tren avanzó de inmediato. La velocidad la tomó por sorpresa, incluso perdió el equilibrio por unos segundos.

La mujer del Capitolio que decía los nombres durante la cosecha se acercó a ella sin borrar la sonrisa de su artificial rostro. Llevaba el cabello de un tono rosado brillante, al igual que los labios y la sombra del ojo. Su atuendo era un vestido, bastante escotado, que tenía todos los colores del arcoíris.

—Ven, te mostraré tu habitación —dijo Hada, nombre bastante adecuado para su aspecto.

El alojamiento era increíble, estaba compuesto por un dormitorio, un vestidor y un baño privado, que contaba con agua caliente y fría.

Hada le mostró los cajones, repletos de ropa increíble, diciendo que podía ponerse lo que quisiera, que todo eso estaba a su disposición. Avisó que la cena sería dentro de una hora y hasta entonces podía hacer lo que quisiera.

Tomó una ducha de agua caliente, disfrutó del agua recorriéndole el cuerpo y dejó que ésta la relajara. Cuando llegó el momento de lavarse el cabello, lo talló con fuerza, como si con ello pudiera olvidar lo que había pasado.

En cuanto salió, se secó y buscó algo en los cajones que pudiera gustarle; terminó por escoger una sencilla blusa blanca con unos pantalones negros. Permaneció descalza, el suelo estaba tan limpio y cálido que le costaba imaginarse utilizando zapatos.

Hada no tardó en aparecer, diciéndole que era hora de la cena. Maia la siguió por un pasillo estrecho, hasta llegar a un comedor de madera. Finnick Odair, su mentor, ya estaba esperándolos con una sonrisa en el rostro.

Finnick era considerado un sex appeal en Panem y cómo no iba a serlo. A sus veinte años era tremendamente guapo, tenía el cabello rubio y la tez bronceada; eso sin hablar de sus brillantes ojos verdes, además de un cuerpo perfectamente bien formado.

—Maia, él es Finnick, supongo se conocen ya —la chica asintió y tomó asiento frente a él, el rubio le dedicó una cálida sonrisa.

—¿Cómo estás? —preguntó Finnick.

Maia se encogió de hombros, ¿qué podía responder a eso?

La cena transcurrió normal, Maia jamás había probado comida como esa, todo era delicioso; desde la crema de tomate que les habían ofrecido al principio hasta las chuletas de cordero y el puré de papas, ni hablar del pastel de chocolate.

Cuando terminaron de cenar, Hada los guió a otro compartimento para ver el resumen de las cosechas de todo Panem. Intentaban celebrarlas durante todo el día para que el Capitolio pudiera verlas en directo, ya que eran los únicos que no tenían que asistir a ellas.

Los Juegos del Hambre eran una festividad anual, celebrada por el Capitolio, para recordarles a los 12 Distritos que podían hacer con ellos lo que quisieran. Cada uno de los distritos debía ofrecer dos tributos, un hombre y una mujer, para llevarlos a una arena y matarse entre ellos. El vencedor llevaba una vida alejada de preocupaciones y con más dinero del que necesitaba. Lo peor de todo era que el Capitolio hacía parecer los juegos como una festividad.

Observaron las ceremonias una por una, en los primeros dos Distritos era común que existieran los voluntarios, en el 4 los había algunas veces pero en un número menor.

Maia sólo pudo retener algunos rostros, los tributos del Distrito 1 eran rubios, ambos muy atractivos, sin embargo no tardó en olvidar sus caras. Sólo pudo recordar a la enorme chica del Distrito 2, morena y de cabello oscuro; y al chico del 11, quien también era enorme. Había tributos de todas las edades, desde los doce años, siendo Thomas, el de su Distrito, hasta los dieciocho.

Pudo ver su expresión al pararse en el podio frente a todo el Distrito, su rostro era indescifrable, parecía que todo eso la aburría pero no era así: Maia estaba aterrada.

shadow || finnick odairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora