3. Hei-Hei, unas bragas mordidas y un pastel de fragarias

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—¡Hei-Hei! —grité con un nudo en la garganta—. ¡Devuélvemelas!

La pequeña bola de pelo corría sin cesar por mi habitación, tirando y esparciendo por el suelo todos los objetos que tenía en mi escritorio. Puñetas, con lo que me había costado ordenar los libros por orden alfabético y los subrayadores por los colores del arcoíris. Maldije el día que me empeñé en meter una mascota a mi tranquilísima vida. ¿No tenía suficiente con Marcos? Es decir, sé que un hermano no es una mascota, pero como si lo fuera. También comía como un animal.

La bola de pelo se había obsesionado en secuestrar mi preciada ropa interior, pequeño pervertido. Y aprovechando que me encontraba en una plácida ducha caliente, después de que el inepto de Noel me hubiera tirado el café por encima, Hei-Hei había robado mis bragas nuevas. Así que... Lena Rose galopando a pasos de pequeña giganta, con las gafas empañadas, vestida con nada más que un albornoz morado de patitos y una toalla haciendo el papel de turbante en la cabeza, intentando atrapar a la bestia inmunda que había usurpado su intimidad.

Claro, todo hubiera acabado bien si mi querido hermano no hubiera dejado abierta la ventana que daba al patio de vecinos. A Hei-Hei, que listo era un rato, no se le ocurrió nada más que salir corriendo y marcar territorio en casa de la señora Fuster, la madre de Noel.

La señora Fuster era una mujer extraña. No, no del mismo modo que yo. Yo era peculiar, ella era extraña a secas. Su voz era tan sutil que cuando abría la boca tenías que prestar muchísima atención para entender qué te estaba diciendo. Ahora, para hablar de cotilleos y de la prensa rosa tenía la boca como un buzón. O eso decían los vecinos.

Cómo cada lunes, ella estaba regando sus preciosos geranios cuando pegó el grito al cielo. Perfecto. A Hei-Hei le había parecido una maravilla depositarse en una de sus macetas mientras roía mis bragas de Winnie the Pooh. Noté cómo mis mejillas se calentaban y el rubor cubría mi cara pecosa.

—¡Muchacha! —vociferó la cincuentona.

Agaché la cabeza, avergonzada. No obstante, por primera vez en la vida la había entendido a la primera. Corrí a coger a Hei-Hei y le di, suavemente, un pequeño golpe en el hocico. Reñí su desastrosa muestra de cómo robar unas bragas y hacerme salir medio desnuda a la calle. Maldita sea. No quería iniciarme en el porno tan joven.

—Discúlpeme, señora Fuster —comenté cabizbaja seguido de un estornudo.

Absorbí los mocos teniendo en cuenta que no tenía un pañuelo a mano. Llevaba días estornudando y no pintaba bien. Debía cuidarme. En unos meses, en mayo concretamente, comenzaban las pruebas nacionales para buscar un representante nacional de las Olimpiadas de Letras. Un certamen de deletrear palabras. Simplemente, no podía ni constiparme, ni quedarme afónica.

Llevaba años preparándome para esto, quería llegar a representar a mi país en el torneo europeo. ¡Ese año lo hacían en Copenhagen! Ya me imaginaba recorriendo el larguísimo canal Nyhavn, acariciando la cola de la Sirenita o visitando la inmensa ópera.

Hei-Hei se balanceaba ferozmente entre mis brazos, intentando deshacerse de mi agarre a base de pequeños arañazos y mordiscos. Me dejaría hecha un cromo, así que mi parte más inconsciente lo dejó en el suelo para que me siguiera.

Mientras volvía a mi dulce hogar, el movimiento de una sombra negra captó mi atención. El catastrófico y no-inteligente de mi vecino venía por el otro lado del patio de vecinos. Iba acompañado del amargo Cristian, otra persona non grata a mi vista de miope. Quise apresurarme para meterme dentro de casa. No obstante, Hei-Hei no había terminado con su juerga y tenía otros planes para mi aburrida vida.

Hasta que dejemos de ser Idiotas ✔️ | EN FÍSICO CON MATCHSTORIESWhere stories live. Discover now