Capítulo VI

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Era una tarde de domingo fría y húmeda en Chicago. El cielo gris empezaba a teñirse de negro cuando por culpa de un conductor despistado, se escuchó el estrepitoso sonido del choque entre dos autos. No muy lejos de aquella zona, un camión de carga que se vio obligado a cambiar de curso debido al embotellamiento causado por el accidente, se estacionó al frente de una bodega de materiales de construcción, en donde un hombre de rostro severo, esperaba recostado de una pared.

El conductor del camión al fijarse en aquel hombre corpulento, de aspecto inconfundiblemente italiano, se apeó del vehículo y caminó hacia él con una leve cojera. El viento comenzó a agitarse cuando intercambiaron las primeras palabras y mientras el conductor con un gesto de asentimiento le dio la espalda y se dirigió hacia la parte trasera del camión, seis hombres que esperaban en la entrada de la bodega avanzaron con prisa detrás de él y comenzaron a descargar el contenido del cargamento. Sin saber que a unos treinta metros de distancia, un hombre sentado dentro de una furgoneta los vigilaba.

Éste vigilante tomó la pequeña libreta que se encontraba en el asiento del copiloto y miró su reloj para anotar la hora. Eran las seis menos cinco, y en la calle, el débil sol invernal comenzaba a dejar paso a las sombras del crepúsculo.

El vigilante levantó la mirada y vio que, después de que bajarán la última caja. El hombre al que había reconocido como Bartolo Rizzuti sacaba de su bolsillo un sobre blanco y se lo entregaba al conductor y éste al contar los billetes le demostró su inconformidad.

Rizzuti, quien en ese momento iba vestido con su habitual vestimenta negra. Tenía impregnada en su rostro de hurón la sonrisa de alguien que había ganado una apuesta. Con un ademán de su mano invitó al conductor a pasar al edificio. Acto seguido, cerraron las puertas detrás de ellos y transcurrió un buen rato sin que se viera nadie hasta que un muchacho delgado y de negro cabello, salió de la bodega con paso relajado y como si fuera lo más natural del mundo, se montó en el camión, lo hizo andar y se alejó, dejando detrás un rastro de humo que fue desvaneciéndose a medida que las luces traseras del vehículo se perdían de vista. Luego de aquello, en la calle no se veía movimiento alguno más que el de los periódicos siendo arrastrados por el viento. El vigilante no podía evitar imaginar en lo qué tal vez haya sucedido y con una mueca de desagrado escribió una última nota en la que se podía leer:

"Tres entregas entre los últimos cinco días, tres conductores diferentes hasta ahora, todos entraron, ninguno volvió a salir".

Al terminar de escribir esto, guardó la libreta en el bolsillo de su pantalón y extendió su brazo hacia la guantera para sacar una cajetilla de cigarros. Miró a los alrededores, y la luz delantera de una patrulla al final de la calle llamó su atención. Bajó la ventanilla y observó por el retrovisor, como un oficial regordete le regalaba varias bolsas de comida a un grupo de niños que esperaban en la acera. Esto le pareció raro la primera vez que lo vio hasta que recordó que por aquella zona quedaba un orfanato que a duras penas se mantenía en pie gracias a la generosidad de los vecinos.

Cómo le era ya costumbre, subió la ventanilla al percatarse de que la patrulla había reanudado la marcha. Pasadas las horas, entre el humo del cigarro y sus pensamientos. El vigilante quedó sumido en el recuerdo de una charla que tuvo con su hermano meses atrás y no notó el resplandor de las luces de varios autos acercándose hasta que se estacionaron al frente de la bodega.

Era una caravana de cinco autos, de los cuales, diez hombres con traje se habían bajado seguidos de sus guardaespaldas. Ya era muy entrada la noche y la claridad que proporcionaban los faroles de los postes no favorecía su visión, pero aún así, el vigilante logró reconocer a los dos hombres de etnia asiática.

Los hermanos Raosu, quienes eran conocidos como miembros de la organización Yakuza en Chicago, habían desaparecido misteriosamente en los últimos meses y según se rumoreaba, por una treta de su propia gente, sus cuerpos se encontraban en el fondo del lago Michigan. Tenshi Raosu, el menor y el más temible de los dos hermanos, sacó de su chaqueta un celular y realizó una llamada que hizo que poco tiempo después, alguien abriera la entrada de la bodega.

TraiciónWhere stories live. Discover now