Los filósofos Jonios

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Tomado de la historia universal de Carl Grinberg

Figura notable entre los pensadores antiguos fue Heráclito de Éfeso, a quien deberíamos conocer mejor que a otros filósofos jonios por haberse conservado una parte considerable de su obra filosófica. Pero su pensamiento es tan profundo y su estilo tan hermético, a menudo paradójico, que en la Antigüedad ya se le llamaba «el oscuro». Se dice que se expresaba dibujando fórmulas enigmáticas para que sólo los iniciados pudiesen comprenderle y despreciaba profundamente a la masa, a la multitud. Comparaba el ideal de ésta al de los bueyes y afirmaba que individuos tan bajos no pueden comprender en realidad nada. Para el hombre con alma de bárbaro, los ojos y los oídos sólo son meros instrumentos.
   El desprecio de Heráclito hacia su prójimo nacía de experiencias personales. Ello se comprende cuando juzga a sus conciudadanos: Lo mejor que podrían hacer los adultos de Éfeso es ahorcarse y dejar el gobierno a los jóvenes. ¿Por qué este despectivo consejo? los Efesios expulsaron a un amigo de Heráclito, razonando que entre nosotros, nadie debe ser mejor que los demás. Si existe alguno, que vaya a vivir a otro lugar y entre los hombres. Heráclito, a quien se le ofreció la realeza, no quiso reinar sobre un pueblo así, cedió el trono a su hermano menor y fue a curar su herido orgullo a la soledad de la naturaleza, «en las montañas, donde se alimentó de hierbas y plantas»; así nos lo refiere la tradición. Murió después de redactar su doctrina en un rollo de papiro que depositó en el templo efesio de Artemisa, al comienzo de las guerras médicas.
   En algún aspecto de sus teorías, Heráclito se acerca a Anaximandro. Ambos se preocupan de la mutación de lo terrestre y de la desaparición de las cosas. Todo pasa (Παντα ρει) reza el axioma de Heráclito. Nada permanece sobre la Tierra, sólo lo inestable y mudable.
   Para Heráclito, el símbolo del cambio eterno de las cosas es el fuego, el más mudable de los elementos y más inconstante que el agua y el aire, el elemento que nunca reposa. El fuego da vida a todas las cosas y el calor corporal es la expresión del alma, como para Anaxímenes lo era el aliento. Pero el fuego que da la vida es también el elemento que consume todas las cosas. Todo — dice Heráclito— se cambia en fuego y el fuego se cambia en todo, como el oro se trueca por mercancía y la mercancía por oro.
   Heráclito descubre en las incesantes variaciones del mundo leyes prefijadas, una de ellas constante: la oposición de contrarios. Sin oposición, ninguna vida es posible. Sin hambre no hay saciedad, sin fatiga, no hay reposo; sin enfermedad, no hay curación. Si no hubiera injusticia, no habría justicia. Y resume así la significación de esta lucha continua entre contrarios: La guerra es el padre de todo, el rey de todas las cosas.
   Todo cambia y todo es relativo. Comparado con un hombre, es feo el mono más hermoso. Pero el hombre más hermoso y más sabio, comparado con Dios, parece mono.
   Heráclito atribuye las leyes que rigen los diversos fenómenos al hecho de que el fuego, alma del mundo, es también «una inteligencia eterna y ordenadora». Anaximandro expresa igual pensamiento al hablar de una ley natural, omnipotente, una ley que lo abarca todo y también castiga al individuo por haberse separado del conjunto.
   Heráclito, aristócrata e intelectual, desprecia a los dioses tal y como los representa el pueblo. El creador de aquella mitología, Homero, Merecería ser proscrito de las bibliotecas y ser apaleado, dice. Rogar a los ídolos es como hablar a la pared.

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