CAPÍTULO 1. 3799 D.C

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Estaba lloviendo copiosamente. L azuzó a su fiel caballo Medianoche, para que continuara avanzando. A pesar de la lluvia, ella no tenía frío. El cielo estaba negro y rugían los rayos con sonidos atronadores. Ella no tenía miedo y prosiguió con su tránsito. Se internó en unas calles sinuosas que desembocaron en una plaza abierta, donde se veían tiendas de ropa, de electrodomésticos y de maquillaje que habían pertenecido a un mundo antiguo, que ahora se había perdido para siempre. Paró a Medianoche frente a una pantalla en la que se veían imágenes en color, que se movían rápidamente y mostraban a diferentes personas gesticular y hablar entre ellas con viveza. Los cristales del escaparate estaban rotos, pero el objeto se mantenía intacto dentro del local deteriorado que hablaba de una época vieja, perdida en los confines del tiempo, en la que los seres humanos habían sido dichosos y no tenían que trabajar para los bebedores de sangre que ahora sí los gobernaban a ellos y los machacaban a palos si no obedecían sus estrictas órdenes. Luce se quedó mirándolo fijamente, sin pestañear. Medianoche relinchó fuerte y golpeó con sus cascos el desgastado pavimento, lo que una vez se llamó acera en los tiempos en que los hombres habían construido civilizaciones y gobernado sobre la tierra.

—Eso es una televisión. Recuerdo que se conocía por ese nombre —dijo L.

—Ya no importa. Nadie la usa. Nadie puede hacerlo ya. Ninguno de esos estúpidos y despreciables humanos —replicó Manos (el cual era llamado así precisamente porque se introducía en las personas, habitando en sus manos, que le parecían un cómodo refugio, y comía su carne, con lo que sus infortunados huéspedes no sobrevivían, pero L era una criatura tétrica, sobrenatural, y podía rellenar los agujeros de sus manos destrozadas con piel nueva y joven), abriéndose paso entre los tendones de la palma de la mano de ella, la dhampir que lo acogió hacía tiempos desgastados y cuarteados por los eones en su tejido orgánico, refunfuñando el parásito de dudoso e incierto origen a continuación, para dotar de mayores argumentos a su desprecio por la raza humana—: Esos egocéntricos humanos la liaron parda, se confiaron demasiado, se crecieron mucho en su ego y como resultado se han deshecho entre terribles sufrimientos. Ahora son esclavos de los vampiros. Ja. Lo tienen bien merecido.

L no dijo nada. Ciertamente los humanos habían sido muy pedantes y ególatras, y su codicia desmedida los había consumido. Bueno, eso no tenía nada que ver con ella. Se encogió de hombros y decidió continuar avanzando por la calle desierta. Espoleando a su buen corcel, fue galopando rauda como el viento hasta que llegó al final del lugar, y giró a la izquierda, dirigiéndose entonces a lo alto de la montaña que se destacaba en el horizonte, hacia el norte, donde brillaban las estrellas titilantes y tímidas, pero sin tener que pedir permiso como todas las cosas naturales de este mundo. Los hombres la habían fastidiado enormemente, pues no habían pedido permiso ni disculpas a la Madre Naturaleza cuando se habían dedicado a contaminarla. Hacía ya más de mil setecientos años que había sucedido el declive, el ocaso del reino de los seres humanos en la Tierra, y habiendo menospreciado su planeta, les llegó el turno de extinguirse, o de ser relegados. L había vivido todo eso, aunque se había quedado en un discreto segundo plano, tan sólo observando cómo caía la humanidad y era sometida bajo el yugo de los inmarcesibles vampiros. L llegó a donde deseaba, a lo alto de la colina donde se erguía un monumental edificio que dominaba todo el promontorio. El antiguo edificio en cuestión estuvo destinado a ser primeramente un centro de investigación para los humanos, en donde estos desarrollaban sus numerosos experimentos de genética, y luego que estos fueran derrocados, se convirtió en el nuevo centro de experimentación de la altiva raza vampírica conocida como la Nobleza, ya que ésta le robó los descubrimientos a su predecesora. La naturaleza había vuelto a tomar el control en ese sitio, pues las enredaderas y las demás plantas se habían adueñado de los gruesos muros, tapando las ventanas, y los árboles salvajes dejaban caer sus jugosos frutos. L se apeó del caballo y se dirigió a donde se hallaba la puerta, demasiado oculta por el musgo para verla; la detectó y giró sus goznes oxidados, al entrar, se cuidó de hacer algún ruido que pudiera avisar a los intrusos, pero al comprobar que reinaba el silencio, se adentró libremente, caminando enérgica por los pasillos en calma y completamente silenciosos, envueltos en una manta de silencio sepulcral.

El blanco se había deslucido de las paredes mohosas, y ya no olía a desinfectante en el aire. L continuó andando varios minutos más, hasta que dio con la puerta correcta. Necesitaba introducir sus datos biométricos, a saber, su huella dactilar o algo similar, para que el dispositivo la reconociera y dejara una apertura el mecanismo por la que pasar. Ya se disponía a acercarse al detector, en el momento en que escuchó el ruido inteligible de pisadas. Alguien se estaba acercando. Pero no podía ser un vampiro, ya que estos eran en extremo sigilosos. Frunció el ceño. ¿Acaso un humano negligente se había escaqueado de su turno de trabajar en el campo y había venido allí, a averiguar algo que escapaba a su entendimiento? Ella no entendía a los humanos puesto que no era uno de ellos, ni tampoco un vampiro. ¿Qué debía hacer? ¿Matarlo, o perdonarlo, u obviar su inoportuna presencia?

El humano se acercó y se quitó el gorro que tapaba su cara a modo de antifaz. Era alto, de hombros estrechos y cuerpo fornido, aunque no demasiado robusto; tenía la fuerza sólida que se esconde en un cuerpo delgado. Sus ojos eran grises, con pestañas cortas, y sus pupilas estaban dilatadas del miedo, su ralo pelo castaño claro estaba desgreñado, y mostraba alguna que otra mecha de un desvaído tono rubio, de niño había sido rubio; su mandíbula era fina y alargada, su nariz recta y no muy prominente, y sus labios ligeramente carnosos se fruncieron en una mueca. Llevaba unos harapos grises y marrones encima, como si fueran una chaqueta, y unos pantalones raídos de un apagado tono negro, además de viejas botas negras, y sus manos recubiertas de callos en su superficie mostraban poca resolución a la hora de empuñar el pesado rifle que traía consigo, pues estaba temblando.

 Aun así, L observó que se esforzó por denotar orgullo y valentía, igual que todos los de su especie, al exclamar:

— ¿Quién eres y qué haces aquí? —estaba aterrorizado y aun así, formuló la pregunta en un tono inquisitivo, sin que se le quebraran las cuerdas vocales.

—Eso mismo iba a preguntarte yo. —L se movió calculadoramente a la derecha, tratando de no asustarlo, pero el hombre movió más el rifle, apuntándola con el cañón. 

Su boca balbuceaba unas palabras incoherentes, que no se materializaban.

L lo compadeció. Tenía mucho miedo, eso era lógico. El miedo sólo es una descarga de adrenalina, la reacción que prepara el cuerpo ante lo desconocido y lo que pueda suponer un peligro para el individuo que se siente amenazado. El miedo te aligera, te anima a huir, o a atacar. Por su porte inseguro, y no obstante, arrogante, dedujo que no tendría más de veinte años. Era una cría a la que tranquilizar cuando se encuentra frente a sus peores miedos. No podía permitir que no la dejara hacer su tarea.

—Deja el arma —le aconsejó, pero el joven se alteró aún más y siguió apuntando con la mira, intentando disimular, mediante fútiles esfuerzos, su temblor involuntario—. No te aconsejo que me mates. Algún vampiro que se encuentre en alerta oirá el disparo y vendrá. Y entonces estarás muerto.

— ¿Qué demonios eres? ¿Un vampiro? ¿Qué estabas haciendo? —él temblaba compulsivamente, y tenía el dedo en el gatillo del arma.

L no dudaba de que estaba cargada. Pero las cámaras tal vez captaran la acción del disparo, y sabía que el muchacho moriría en el caso cien por cien probable de que lo capturaran.

—No soy un vampiro —dijo, moviendo las manos—. Soy un dhampir, un ser fruto de una mezcla, esto es, soy mitad vampiro mitad humano. Y soy una mujer.

Él puso cara de asombro, y bajó un poco el arma.

—Jamás le dispararía a una mujer —afirmó, aunque parecía reacio a creerse la información que ella le había proporcionado.

L se alegró de que tuviera ciertos principios morales. 

Cazadora de Vampiros LTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon