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En una terrazilla del íntimo bar de los Clifford, situada en la esquina más diminuta de todo Londres, se ponía el sol sobre las cabezas de aquellos madrugadores y, abriéndose paso, el cielo tomaba un color cálido

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En una terrazilla del íntimo bar de los Clifford, situada en la esquina más diminuta de todo Londres, se ponía el sol sobre las cabezas de aquellos madrugadores y, abriéndose paso, el cielo tomaba un color cálido. Lionel Clifford, viejo vecino y dueño del local, había salido a tomar nota del primer pedido del día.

La pareja demoró unos segundos en ordenar el desayuno y antes de que pudieran comentar algo más, el aroma a café inundó las fosas nasales de ambos, que junto al de las tostadas, se mezclaba.

The Maford's House era un lugar demasiado ambiguo y arcaico como para conocer el momento exacto en que apareció, sin embargo, los magos acudían a éste: el único bar de Inglaterra con un empresario del mismo calibre. Hermione Granger escuchó maravillas —del profesor Dumbledore, para concretar— de éste. De modo que, aprovechó la oportunidad de visitarlo y degustar el exquisito menú que ofrecía. Además, una misión del todo complicada fue que su marido la acompañara. Él tan ermitaño; ella tan extrovertida. Un dúo de lo más peculiar, pero entrañable.

Hermione observa cómo el viento despeina el cabello del moreno, quien está oculto tras un gigantesco periódico que solo permite ver de frente hacia arriba. Debía leer alguna noticia de política del país, porque apretaba los puños y refunfuñó en reiteradas ocasiones alguna sandez con la que robarle unas cuantas carcajadas a la muchacha.

—Deja eso ya—pide ella apartándolo del rostro de Tom Riddle, quién asiente de acuerdo—. Dumbledore tenía razón.

Tom se remueve inquieto, mas no dice nada al respecto. Hacia un año desde su viaje, desde que tuvo la valentía de aceptar que estaba equivocado. Aún recuerda el estólido semblante de Hermione, mirándole en picado y farfullando vete a saber qué cosa.

Esa mañana, cuando los meses tras la derrota del mago más grande y tenebroso de la historia se celebraba como la primera vez, Hermione desaparece de la vista de todos sus amigos y conocidos, enviándoles una carta con la que evitar una orden de busca y captura de Harry, Ron o incluso Ginny Potter. Típico era de ella escribir, también lo fue decir adiós. Los extrañaba, no obstante, tenía una persona con la que sentía seguridad; un hecho irónico, ya que huir estaba lejos de ser su sinónimo.

Tom Riddle atisba en la mano de su esposa, reposaba sobre la mesilla de vidrio y meneaba los dedos formando una melodía con la que paliar su aburrimiento. El chico muerde su labio inferior mientras larga una sonrisa, en el dedo anular de Hermione el reluciente anillo de los Gaunt brilla intensamente. Riddle daba gracias por poseer un alma tan trivial como la de Granger, su mujer, su castaña... Su sangre sucia favorita.

—Crookshanks necesita un buen baño y cepillado—suelta Granger—. Me ayudarás.

—Oh, no—replica Tom—. Ese demonio no necesita un baño, sino una nueva cara... ¡Y a mí me muerde si lo toco!

—Sólo es jugando, bobo.

Crookshanks de la época pasada había pasado a las manos de Fleamont Potter, quién decía adorar a todos los animales. Hermione, que era igual de fanática por ellos que él, decidió que el gafotas era idóneo para cuidar de su fiel amigo. Los libros avanzados que fueron obsequio del joven Albus se los quedó Eileen Prince; los ropajes de los 40s pararon en manos de Druella Rosier y Max O'brien, ése tan risueño y coqueto, tuvo el frasco de Félix Felicis. Todos leyeron acongojados la realidad de Hermione, y todos tuvieron el placer de haberla conocido.

—Pues no quisiera saber cómo sería si se enfada de verdad—murmura cuan niño pequeño, cruzado de brazos y con la boca de pico.

—Eres un caso, Tom Marvolo Riddle Gaunt, un caso perdido.

El susodicho cambia su expresión, vuelve la sonrisa a la esquina de sus labios y tiene los ojos chispeantes.

—Y tú el amor de mi vida, Hermione Jean Granger-Méndez.

Un revoltijo de nervios se instala en el estómago de Hermione, alza la mirada temblando y lucha por sellar su boca que pelea por dibujar un semblante sorprendido.

—No puedes decir esas cosas de repente—sentencia Hermione elevando su tono—. ¿Sabes que, algún día, moriré de un infarto por culpa tuya?

Tom ríe por lo bajo y su esposa, que lo observa de soslayo, se une a las carcajadas.

—Querida mía, mi paso por este mundo sería un desperdicio si no acredito que eres y, siempre, serás la chica más bella que mis ojos pudieren ver—recita cuan galán o poeta, que podría ser lo mismo—. ¿Sabes que es lo mejor de toda esta historia?... Que eres mi esposa; mía. ¡No de aquél barbudo, estúpido e inútil borracho! Ni tampoco de ése Weasley, o cualquiera de los Malfoy u otro tipo inmerecedor de tu amor: eres mía.

Él ha besado el dorso de la mano de Granger al tiempo en que ésta cae sonrojada.

—Gracias por amar cada parte de mí.

Dando un efímero y tierno ósculo en los labios de Hermione, se sella la mañana con una pareja lavando al chato gato de la joven.

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𝑷𝒂𝒓𝒂𝒅𝒐𝒋𝒂 𝒕𝒆𝒎𝒑𝒐𝒓𝒂𝒍 | Tom RiddleWhere stories live. Discover now