Capítulo Treintaidós

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Mientras esperaba al ascensor de casa, repiqueteaba con el pie en el suelo mientras tarareaba una canción de Rubén, una de las que había escuchado aquella tarde en el ensayo. Aquellas horas en el Palau Sant Jordi habían sido increíbles. Tanto, que había logrado olvidar todo lo malo que había ocurrido aquella semana, sobretodo durante aquellos dos últimos días.

Ya dentro del elevador, al mirarme en el espejo que allí había, vi que la sonrisa no quería abandonar mis todavía algo hinchados labios, fruto de los besos y mordiscos que Rubén me había dado. Al recordar aquel momento de pasión desenfrenada, no pude evitar morder mi labio inferior, sintiendo todavía su sabor.

Rubén sabía perfectamente cómo complacerme y era increíble cómo, con tan solo haberlo hecho dos veces, me había compenetrado con él mejor que con cualquier pareja que hubiese tenido. Mis mejillas también estaban rosadas y mi pelo, por mucho que pasara mis dedos por él, permanecía ligeramente despeinado, así que todavía era obvio que había tenido sexo aquella tarde.

Una vez dentro del apartamento, al verlo todo oscuro y tan solo escuchando la voz narradora de un comercial en la televisión –la que era también la única fuente de luz del salón–, pude imaginarme que Raquel no estaba en su mejor estado de ánimo.

Cuando miré el teléfono tras haber compartido con Rubén aquel momento tan tórrido, vi que mi amiga me había mandado un mensaje diciéndome de forma muy escueta que ya estaba en casa y que había comprado helado.

Tan solo con eso supe que su conversación con Tomás, con quien había quedado aquella tarde, no había ido quizás como ella esperaba y que necesitaba una noche de chicas. Claro que me hubiese gustado pasar la noche con Rubén tal y como él me había propuesto, pero Raquel me necesitaba y debía estar con ella.

Al entrar en el salón, la vi acurrucada en el sofá, tumbada y tapada con una manta hasta el cuello a pesar de estar prácticamente en verano. Su semblante estaba iluminado por la luz que salía de la televisión, pero podía apreciar que era triste y que había estado llorando. Que Raquel llorase era realmente inusual, lo que confirmaba que su charla con Tomás no había ido nada bien.

–Rachel... –pronuncié de forma cariñosa, haciendo que mi amiga se girara hacia a mí como si no se hubiese percatado todavía de mi llegada. La había visto ensimismada mirando la publicidad, pero obviamente no parecía estar centrada en la misma.

–Em... –contestó ella incorporándose un poco en el sofá, sintiendo cómo se le quebraba la voz y un par de lágrimas recorrían sus mejillas.

Me apresuré a llegar hasta a ella, dejando mi bolso en el suelo y corriendo hasta al sofá, donde me senté y la abracé sin pensarlo. Ella se acurrucó enseguida bajo mi abrazo, sintiendo como sollozaba. Odiaba ver así a mi amiga y me rompía el corazón sentir el dolor con el que estaba llorando.

–Cielo, ¿qué ha pasado? –quise saber.

–Yo-yo siento ha-haber fastidiado tu-tu noche con Ru-Rubén pero... pero es que...

La voz de Raquel realmente estaba rota y parecía muy nerviosa.

–Eh... eh... –intenté tranquilizarla mientras frotaba su espalda– Eso no tiene que preocuparte que no has fastidiado nada, ¿entiendes? Pero necesito que te calmes un poco y me cuentes qué ha pasado –comencé, sintiendo como asentía e intentaba dejar de llorar, comenzando a hipar– ¿Estás así por lo que ha pasado con Tomás esta tarde? –pregunté, para poderla comenzar a entender.

Ella simplemente asintió sobre mi pecho. Sabía que le estaba siendo complicado hablar sobre aquella situación y lo que habría pasado, así que una vez sabido que lloraba por el que ya era oficialmente «El imbécil de Tomás», dejé que se desahogara lo que ella creyese necesario mientras la abrazaba y seguía acariciando su espalda.

El piano por testigoWhere stories live. Discover now