Capítulo Cuarentaiocho

414 70 117
                                    




Mi pierna se agitaba con nerviosismo desde que me había sentado en aquella minimalista silla de la sala de espera de la clínica. Estaba completamente sola allí, acompañada por el tecleo y las breves conversaciones telefónicas que la recepcionista mantenía una detrás de otras.

Llevaba más de media hora esperando. Siempre había sido consciente de que el nombre de "paciente" no fue escogido por casualidad, pero estaba ansiosa por entrar en la consulta, que me mirase la mano y me dijese que todo seguía igual de bien como hasta entonces.

Raquel se había ofrecido a acompañarme, pero sabía lo mucho que le desagradaban las clínicas o los hospitales y lo nerviosa que se hubiese puesto esperando, así que evité que pasase un mal rato.

Para colmo, la noche anterior no quise hablar con Rubén para no molestarle con mis problemas y eso me tenía algo mosqueada. No con él, pues siempre me decía que podía llamarle para lo que fuese y sabía que podía contar con él, pero sí que me hubiese ayudado poder haber hablado con él con todo lo que me pasó el día anterior.

–Señorita Álvarez –escuché que decía un hombre desde la puerta de la consulta. Me extrañó no ver a la misma médica que me atendió hacía diez años, pero recordando que ya era mayor cuando fui seguramente se habría jubilado.

–Voy –indiqué mientras me levantaba, cogiendo todas mis cosas con algo de nerviosismo.

–Buenos días, Emma. Soy el doctor Merino –se presentó con profesionalidad, ofreciéndome su mano a modo de saludo.

–Buenos días, doctor –contesté sin más.

Con un gesto de la mano, me indicó que me sentase en la mesa que allí había, justo enfrente de él. Miró algo en la pantalla del ordenador y enseguida posó su mirada en mí, con una sonrisa tranquilizadora.

–Veo que te visitó la doctora Díaz hace ocho años –comentó–. Se jubiló hace un par de ellos y desde entonces estoy yo, llevando a sus pacientes.

–Lo imaginé.

–Bien, veo que fuiste diagnosticada con el síndrome del túnel carpiano. Muy joven... –dijo esto último casi para él mismo–. Vienes porque has estado notando molestias estos últimos días, ¿cierto? –quiso saber, corroborando la información que yo misma di por teléfono a la persona que me atendió en admisiones la tarde anterior.

–Sí. Llevo unos días levantándome con la mano adormecida y ayer, después de hacer un mal gesto con las llaves, sentí un dolor punzante –comencé a explicar–. Luego, en mi jornada laboral, la mano volvió a dolerme y se quedó rígida.

–¿De qué trabajas?

–Enfermera. Estaba realizando un acceso intravenoso cuando pasó.

–Entiendo... Bueno, pasemos si te parece a la camilla. Te haré un Ultrasonido para ver si se ve algo nuevo. Quizás se haya inflamado más de lo normal y se deba realizar una liberación –dijo refiriéndose a la técnica quirúrgica que no pudieron hacerme hace diez años al ser demasiado joven.

Sin más, me senté en la camilla que había en la misma consulta. El doctor, con una máquina que parecía muy moderna, comenzó a realizar el estudio de mi mano y muñeca por ultrasonido. Estuvo varios segundos en silencio, los que me parecieron minutos eternos, hasta que me preocupé cuando vi que fruncía el ceño.

–¿Ve algo? –no pude evitar preguntar, impaciente.

El doctor, tras un suspiro que pude percibir, dejó de hacer la técnica y se cruzó de brazos. Mirándome. Sabía que esa pose la solían poner los médicos cuando tenían que decirle algo importante a sus pacientes, y no me gustó ni un pelo que se colocase de aquel modo.

El piano por testigoWhere stories live. Discover now